Al atardecer del día 29 de septiembre regresaba andando a mi casa cuando, frente a la iglesia de Santa María del Camino, la hermana del artista –a la que conozco desde hace años– me lo presentó. ¿Pura coincidencia? No lo sé. Pero veinte minutos más tarde, justo al llegar a la soledad de mi estudio, encendí el ordenador, abrí el correo y… Sorprendentemente, un buen amigo me había dejado escrito el siguiente mensaje: «Tienes que ver y admirar una de esas exposiciones escultóricas que habitan en la soledad de las tinieblas y, después, hacer con «tus palabras» una fiesta. Tú puedes. Tienes que llevar a su autor –Jesús Antonio Martínez Lombo– hasta el camino por donde navegan los escultores más idóneos bajo la auténtica bandera púrpura que tú has escogido para definir tan excelsa ruta cultural. Tienes –en fin– que «mojarte», como lo hizo él, y servirte de sus Maderas a la deriva para atracar en buen puerto; tu particular y excelsa dársena donde los artistas de esta tierra han encontrado en ti el mensajero ideal para echar el ancla antes de levantar, como gaviotas blancas, el vuelo».
¿Tienes? ¿Puedes? Y yo, que para traducir el idioma de las lenguas del fuego me quemo mucho antes de que su espíritu oscilante se eleve…, creí oportuno releer el mensaje de mi amigo para disfrutar de la belleza que escondían sus palabras. Un autor capaz de recitar sus poemas a las puertas donde los sordos encuentran voz y amparo en los silencios. Un genio que se aprovecha de las mágicas lámparas de tinta para pasear por encima de la nieve sin sentir ni el frío ni la humedad blanca de un invierno atroz. ¿Qué hacer, entonces? Si él me lo decía con tan bonitas palabras, yo…
Al día siguiente –lunes por la mañana– me acerqué hasta el claustro abierto de los capuchinos, lugar donde se exponía Maderas a la deriva, la obra de Jesús y, por desconocimiento, llegué seis horas antes de que se levantara el telón de la sala expositiva (abierta de 17:30 a 20:00 h.); sin embargo, me invitaron a no marchar de vacío. Es más, por si fuera poca la amabilidad, que agradezco, iluminaron la estancia en competencia directa con el astro rey. La paz, el silencio y la soledad, que allí en el claustro se respiraba, aceleraron el ritmo de mi corazón al comprobar los aromas y el sabor que desprendían aquellas pequeñas “flores” en «jarrones de madera» (luego lo explico) a las que, sin duda alguna, habría que llamar «esculturas». Volúmenes con «cuerpo» que, navegando a la deriva, arribaron a la orilla de unos sonoros versos. Pétalos blancos por donde la verde clorofila, fosilizada, mantenía entera y viva la máxima energía condensada en el color negro. Energía del sol, del agua salada o del agua dulce, de la luz y del calor. Besos apasionados para dar y recibir mirando (las esculturas) y leyendo los poemas que el propio autor desplegó por toda la sala como si fueran las velas de esas embarcaciones que se aprovechan de la fuerza del viento para no permanecer ni un segundo quietas. Poemas espléndidos como este: «Le pregunté al mar / por el agua / que de niño / me contaba cuentos, / por aquella / que me adormecía / con mil nanas / y mil lamentos, / que me despertaba / acariciando el alba / con sus bostezos viajeros, / la que marchaba siempre / por el mismo sendero / buscando descansar / en un océano de sueños. / Le pregunté al mar, / y no supo darme / su razón ni paradero».
Y, porque aquel mismo «mar en calma» no supo leer en mis labios las ganas de encontrar la razón y el paradero de Jesús Antonio, me esforcé en encontrar otras playas doradas y solitarias para ojear, emocionado, la sal y la salsa que emanaba del interior de sus cuatro libros (tres de relatos y uno de poesía, escritos por él, por si existiera alguna duda): Cuando los humeros duermen, Si tuviera que elegir, La vida de Agua y La canción del minero.
Unos días más tarde, por fin, Jesús Antonio Martínez Lombo me recibió delante de sus obras, y en el claustro entonces pude escuchar, con sus palabras, la susurrante voz del agua, sin descartar la de los golpes del fuego, la de las piedras y la del negro carbón. Él lo resumió así:
–Yo nací en el molino de aceite de linaza de Castrillo de las Piedras (León) y crecí en la fragua de Palacios de la Valduerna (León). Mi afición por las piedras aceleró el interés por estudiar Ingeniería de Minas. Y así conseguí también conocer de primera mano el laboreo subterráneo de la minería leonesa. Es más, te diré uno de mis máximos secretos: la libertad plena la consigo en el agua.
Agua. Agua y madera, sí, pero también libros. Y allí, en la exposición, el artista/escritor dejó al alcance de los ojos de los espectadores todo un gran arsenal de títulos, como, entre otros, los siguientes: El Cristo del Océano, La isla del Coral, La isla misteriosa, La isla del tesoro, Robinson Crusoe o Moby Dick.
–Libros –me dijo– relacionados, en cierta medida, con el mar. Libros de aventuras que yo considero idóneos para todos los públicos, no solo para satisfacer las curiosidades de los adolescentes.
–Entiendo que tu obra guarda mucha relación con el contenido literario de todos ellos. ¿No es así?
–Cierto.
–Bien, pues empecemos: háblame, en primer lugar, de “los jarrones”, de esos soportes de madera que utilizas para sujetar las pequeñas tallas que yo he denominado «flores, pétalos o besos».
–Las maderas, sí, se diferencian por el color. Las más claras, y que flotan, las he recogido, sobre todo, en las márgenes de los pantanos de Luna y de Bárcena. Las oscuras, que no flotan, las he sacado unas veces del fondo del mar y otras las he recogido en la orilla. Pertenecen a cementerios de barcos, como el de la ría de Barbate.
–¿Maderas que no flotan y que sacaste del fondo del mar? Explícamelo, por favor.
–Dicho así sorprende, ¿verdad? La madera se compone básicamente de celulosa y lignina. Su flotabilidad se debe al oxígeno almacenado en sus células. Si el agua reemplaza el oxígeno, la celulosa va desapareciendo y lo que predomina entonces (la lignina) causa la rigidez y la densidad, lo que conlleva a su hundimiento.
–¡Qué curioso! Tanto como lo son tus tallas. Háblame de ellas.
–Pues te diré que, para su realización, utilizo la cerámica, restos de tejas y ladrillos y excepcionalmente algún fragmento aislado de caliza.
–¿Cómo? Tejas y ladrillos… ¿Por qué entonces son todas blancas?
–Los ladrillos de las casas a la orilla de la ría están sometidos a la oxidación del hierro y a la eflorescencia. Para que se entienda: el agua salina, al evaporarse, va dejando rastros blanquecinos en la superficie de los mismos. Los ladrillos refractarios, por otra parte, ya de por sí más claros por el predominio de la sílice en vez de la arcilla, sufren la acción del fuego que los blanquea aún más. Todos estos factores se ven incrementados si tenemos en cuenta que los ladrillos que recogí en las Rías de Arosa y Barbate llevan allí muchos años sumergidos en el mar, que a su vez hace de lupa de la luz solar, otro factor decolorante.
–¿Puedo? –le pregunté, interesado por ver de cerca y tocar su talla denominada La perla–.
–Claro. Adelante.
La levanté, le di varias vueltas, me fijé y… «¿qué es esto ‘pegado’ a la madera?» –le pregunté al ver una especie de diminutos volcanes–.
–Algo natural que he querido que permanezca en mi obra. Se trata de una colonia de balanus o bellotas de mar que consideraron este trozo de madera como el ideal para hacer su hogar. Madera que, en este caso, yo conseguí a pleno pulmón, con aletas y sin contrapesos de plomo en una profundidad no superior a los seis metros.
Suficiente. Otro motivo más para hacer ver y comprender cómo los estilos en el arte, relacionados con los volúmenes –las esculturas–, son ilimitados. Cada autor firma su trabajo dejando a su paso una interesante estela; una lucha permanente hasta conseguir llegar a buen puerto sin que su barco haga aguas. Las esculturas de Jesús Antonio Martínez Lombo pueden parecer «pequeñas». No lo son. Su grandiosidad se encuentra en la recuperación de toda una colección de detalles: de los oficios ya desaparecidos en León, como los carpinteros de ribera; de las labores que realizaron los buscadores de islas; de los pescadores como el del ‘Viejo y el mar’, que refleja Ernest Hemingway en su novela; de las vivencias de su abuelo (el molinero de Castrillo de las Piedras) y de su padre (inmortalizándole con «sus» bogas en la presa del río Tuerto), o de ese enorme cachalote que «bordó» con sabias palabras el escritor Herman Melville en su Moby Dick. Si miras, ves. Y si, viendo con otros ojos culturales, admiras las obras de este autor, escucharás otras historias tan reales que yo, la verdad, jamás clasificaría como lo que no son: «cuentos».