Jesús Coca: "Es duro el regreso al pueblo"

El redactor de deportes de La Nueva Crónica ha ganado el segundo premio en el apartado de relatos cortos del Consejo de la Juventud con ‘El regreso’

F. Fernández
24/12/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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No había dicho nada Jesús Coca de su afición a cultivar el relato de ficción —al margen de la que ya exige la sección de Deportes— ni de que había sido premiado, hasta que llegó la nota del Consejo de la Juventud donde figura como ganador del segundo premio con ‘El regreso’. «No es que lo oculte, es que no había escrito ficción, aunque sí me llama la atención pero siempre encuentro una excusa para no hacerlo. Sin embargo, vi este concurso, que tenía la intención de potenciar la imagen del medio rural y la vida en los pueblos, algo con lo que me siento identificado, y me animé en las vacaciones de verano a hacer un relato para mandarlo. Imagino que esto hará que me anime a escribir algún otro».

Vacaciones en el pueblo, en el caso de Coca es decir Genicera, allí lo escribió. «Narro situaciones o recuerdos que o bien he sentido o vivido yo, o me ha contado mi padre, pero con las que cualquiera que tenga pueblo se sentirá identificado pues son aplicables a la mayoría de ellos. Eso, y un poco de literatura, que ésa los de deportes estamos acostumbrados a usarla…».

Por desgracia, en Genicera, como en tantos pueblos, tiene que hablar de despoblación, y en El regreso, «un antiguo vecino recuerda todo lo que suponía para él su pueblo y cómo recuerda todo lo que le aporta y los beneficios que también tiene cuando vuelve tras muchos años sin haber regresado a él. Una situación tan triste como la de tantos pueblos de nuestra provincia, a los que en vez de regresar para poder hablar con sus vecinos nos veremos obligados a practicarlos monólogos».

Curiosamente este concurso del Consejo de la Juventud, que se convoca a nivel nacional, ha propiciado que Coca debutara en el género con dos relatos. «Escribí uno para mandarlo y al ver las bases me di cuenta de que me había ido mucho en extensión y me resultaba muy difícil cortarlo, por lo que me animé y casi sobre la bocina —es de deportes— escribí este otro. Ahora tengo otro escrito, inédito y largo».

El regreso, por Jesús Coca Aguilera


Doce años después, Juan volvió a abrir la puerta del que durante muchotiempo fue su hogar. Notó el crepitar de la madera según pisó el pasillo. Levantó las persianas y sintió una explosión de sensaciones y recuerdos. Esa cocina de leña, en la que su madre preparaba aquellas delicias a fuego lento y que llenaba toda la estancia de humo cuando era él quien la intentaba prender; ese escaño en el que le encantaba tumbarse a su padre, al que no hubo forma de convencer para que lo retiraran cuando reformaron la cocina; esa trampilla que, mediante una escalera, permitía bajar a la despensa, y que la pequeña cicatriz de su ceja le impedía olvidar que una vez bajó de cabeza.

Todo seguía tal y como lo había guardado en su memoria. Lo de dentro y lo que veía a través de la ventana. Todo le evocaba a tiempos y situaciones pasadas. Se veía aprendiendo a andar en bicicleta por aquellas carreteras empinadas y sin apenas circulación durante el invierno. Caminando, palo en mano, por las diferentes rutas que le ofrecían las montañas que conformaban el increíble paisaje que rodeaba a la localidad. Charlando, descubriendo la vida y haciendo planes con sus amigos en ese muro situado frente a la iglesia en el que las horas se les pasaban volando. Jugando al fútbol, con las improvisadas porterías hechas con tres troncos, en el enorme prado que había en la entrada del pueblo. Echando una partida o simplemente tomando algo en el bar, que más bien era un centro de reunión, y del que quedaba la placa pero era evidente que hacía mucho tiempo que había cerrado. Viviendo, creciendo, disfrutando en un paraje que siempre le gustó.

¿Por qué no había vuelto? No había una razón clara. Situado en un pequeño pueblo de la montaña oriental leonesa, hasta los 16 años había vivido en él.
Cuando la ausencia de instituto le obligó a irse a León, siguió regresando casi todos los fines de semana. La época de la universidad, ya no sólo por los kilómetros extra que puso de distancia el irse a Valladolid, sino también porque fue en la que casi todos sus amigos comenzaron a irse poco a poco ante la falta de oportunidades laborales, empezó a provocar el distanciamiento.

Después convenció a sus padres de que, dada la edad que tenían, no podían jugársela a quedarse aislados y debían buscar un piso, al menos para el invierno, en León. Y por último, el golpe definitivo, cuando se marchó de Palencia, donde tuvo su primer trabajo, a Valencia, dejando de plantearse sin un motivo concreto el acudir cuando en algún descanso volvía a su tierra.

Y ahora, allí estaba. El regreso era obligado. Su padre, apenas siete meses después de que lo hubiera hecho su madre, había fallecido. Y él, no sólo debía pasar por el amargo trago de recoger y decidir qué hacer con todas las cosas que habían quedado allí, sino también pensar sobre el futuro de la casa en sí.

El regreso le impactó. Necesitaba tomar aire y salió a caminar por el pueblo. Sabía que, durante el invierno, eran muy pocos los que aún aguantaban. Pero en verano seguía teniendo color y movimiento. Más aún en un largo puente como ese, en el que como era tradición una vez al año, todos los habitantes se iban a juntar para comer las morcillas que cada uno aportaba.

Comenzó a recorrer las calles. Se hizo pronto a esa costumbre, ya olvidada después de tantos años en la ciudad, de saludar a todo el mundo y mantener una conversación por mínima que fuera con casi todos ellos. Empezó a darse cuenta de cómo, acostumbrado a tener la prisa casi como estilo de vida, allí la calma impregnaba todo, dotándolo de una sensación de tranquilidad y paz. Redescubrió ese impactante silencio nocturno, roto sólo por los aullidos con los que en determinados momentos los perros parecían retarse o comunicarse. Se reencontró con amigos que habían sido íntimos, y con los que pese a que los años le habían hecho perder el contacto, la familiaridad se hacía presente desde el primer minuto como si el último día en hablar hubiese sido ayer. Con conocidos de toda la vida, que se interesaban por él como nadie fuera de su círculo más íntimo hacía en su día a día. Con nuevas personas que habían llegado al pueblo y no dudaban en acudir a presentarse.

Así supo que su compañero de pupitre se había quedado a vivir allí, cuidando ganado y viviendo de él. Que su antiguo y más apreciado profesor, a sus 85 años, seguía como un roble, dando sus paseos de rigor y contando a todo el que le quería escuchar sus clásicas ‘batallitas’. Que el niño que tenía por vecino había crecido y, pese a estar sólo en los días que su trabajo en León se lo permitía, se había convertido en el presidente de la Junta Vecinal y había dinamizado el pueblo, consiguiendo promover todo tipo de actividades con las que intentar, tanto juntar más a menudo a la gente, como hacer más atractiva su presencia allí. Que una pareja había decidido comprarse una casa en el pueblo en busca de la tranquilidad, una novedad inesperada e inexistente cuando desde hace años el camino parecía hacerse siempre a la inversa. Que el número de gatos se había multiplicado y prácticamente era una norma no escrita el tener en casa algo de pienso para alimentarlos. Y, por encima de cualquier cosa, que había echado mucho de menos aquello.

Como si los últimos 12 años se hubieran borrado de un plumazo. Como si aún pudiera ver a su madre asando castañas o a su padre almacenando leña. Inmóvil frente a la casa, fue consciente de todo lo que había dejado atrás. Y se dio cuenta de que no quería volver a perderlo. Que estaba de vuelta.
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