En un intento de ser original, bien se sabe, existen mil fórmulas, o más, de encontrar las palabras adecuadas para definir un instante o un sentimiento. No es fácil, pero se consigue a fuerza de tesón. Lo cierto es que a veces se ha de luchar contra ese alocado viento que se empeña en apagar la luz que ilumina, en la noche, las estrellas más fugaces. Punto y seguido. Y a continuación…
A modo de ejemplo, pretendo sustituir el manido dicho «lo llevaba en la sangre» por otras metáforas que no distorsionen la realidad de todo un ilustre personaje. Pienso. Y doy por válido que en «su biberón nadaba el serrín con sabor a caramelo» o que «en sus noches de insomnio lograba restaurar sus peores sueños». Frases muy apropiadas por ser objetivamente ciertas. «El mobiliario» o «las formas» encargadas de presentar los volúmenes artísticos en público le llegaron después de reconocer que su estilo, todavía a la sombra de unos holgados pantalones cortos, lo debería hallar formándose en una escuela de prestigio donde las lecciones eran impartidas por, entre otros, dos de los grandes escultores de la época: Antonio Vaquero Agudo (1910 – 1974) y Ángel Trapote Mateo (1914 – 1988).
Retrocedo para continuar, al cambiar de registro, haciendo camino. Y lo hago ante la necesidad inmediata de aclarar los inicios de un artista que responde al nombre de Jesús Trapote Medina (Valladolid, 1947). Un chavalín –¡atención!– que, en el taller existente en su propio hogar, observaba las tallas de madera con tanta admiración que era muy capaz de extraer, con sus interesadas uñas, las esquirlas perjudiciales en la piel de madera del oportuno «santo» y se involucraba, con mucho gusto, en los trabajos de restauración y en la creación de un mobiliario con estilo, capitaneado siempre por las manos de su progenitor.
Más tarde, coincidiendo con las incipientes manchas que el vello le iba dejando en su rostro juvenil, aquella temprana vocación tendría su fruto: tras los años oportunos en la Escuela de Artes y Oficios de Valladolid, se graduó en la especialidad de Imaginería Castellana. Y, como la rueda seguía girando, se fue a la capital de España, Madrid, donde, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, consiguió el título de técnico superior de Artes Aplicadas a la Escultura.
Me detengo un instante, casi imperceptible, para seguir alabando los aciertos de este artista, todavía joven en aquella época, para decir con excesivo gusto que, con tan solo dieciocho años, ¡dieciocho!, consiguió un importante reconocimiento que le abrió muchas puertas: por una de sus obras recibió el Primer Premio Nacional de Escultura, categoría Novel, otorgado por la Caja de Ahorros Provincial de Valladolid. Premio al que siguieron otros muchos como, por ejemplo, el de la Medalla Lorenzo de Médici, ‘el Magnifico’, de Escultura, correspondiente a la III Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Florencia (Italia, 2001).
En 1974 Jesús Trapote ejerció de profesor de Modelado en la Escuela de Artes Decorativas de Madrid. En 1975 cofundó y fue director del Centro de Arte ‘Orsini’, también en Madrid, y en Valladolid, en 1980, sus alumnos recibían sus clases magistrales de talla de madera y piedra.
Pasado un tiempo, en la lucha permanente por conseguir un hueco en el corazón de los sentimientos más oportunos, se acercó hasta León, la ciudad que le acogió y donde, a la vera de la Catedral, inició otra larga etapa de su vida, trabajando como profesor en la actual Escuela de Arte y Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales, de la que fue jefe de Estudios y director durante muchos años.
Sus obras públicas en león
Sin tener en cuenta sus muchas obras en colecciones privadas, me detendré en enumerar cuatro de ellas que, de una forma u otra, son consideradas públicas: ‘Fray Bernardino de Sahagún’ (1990), ‘Padre e hijo’ (1997), ‘La vendimiadora’ (2009) y ‘Acogida’ (2017).
Bernardino Ribeira (Sahagún, 1499 - Ciudad de México, 1590), conocido como fray Bernardino de Sahagún, fue un fraile franciscano que en la Nueva España logró, con grandes éxitos, ofrecer lecciones académicas y religiosas a aquellas gentes que vivían de espaldas a una cívica y cultura universal. La Diputación de León, coincidiendo con el IV Centenario de su muerte (1990), convocó un concurso nacional de escultura para celebrar tan entusiasta efemérides. Concurso que ganó nuestro artista, Jesús Trapote Medina. Y el resultado de tan monumental obra, en piedra, se puede contemplar, hoy, en el patio del Instituto Leonés de Cultura.
Y hasta las inmediaciones de la Catedral más hermosa hemos de regresar para ver allí la obra que lleva por título ‘Padre e hijo’. Una escultura ejemplo de un hiperrealismo tan puro que dan ganas de colocar la mochila al peque o de abrir o cerrar la parka del joven padre, dependiendo de la climatología de cada momento. ‘Padre’, que representa el pasado, e ‘hijo’ que se gira a mirar para ver en el horizonte del crepúsculo la llegada de un futuro prometedor para la ciudad.
‘Padre’ que, al admirar la belleza de la Catedral, sostiene sus antiguos vaivenes con la mirada y hace de las vidrieras un dictado sin faltas con la ayuda de la luz. ‘Hijo’ que, en su afán de encharcar la esponja con sus curiosidades, no se limita a convertirse en estatua de sal y, por lo tanto, está atento a cualquier vibración que pasa por su lado con el único fin de hilvanar los trajes de un próspero mañana. Pasado (padre) y futuro (hijo) –insisto– atraen las miradas de muchos turistas, que se fotografían a su lado para llenar más y mejor, si cabe, el saco de los recuerdos a su paso por León.
Continúo. Y, en este punto y aparte, hasta Gordoncillo he de desplazarme para presentar ‘La vendimiadora’. Una escultura enorme que, con sus 3 metros de altura y 900 kg de peso, se levanta en un montículo para otear el horizonte. Sus carnes, en bronce, aunque admiten otras lecturas, lo dicen todo: homenaje a la mujer trabajadora, especialmente a aquellas vendimiadoras que recogían con pasión los racimos de unas uvas colmadas de vida; uvas que alimentaban los postres por encima de los manteles de hule y se refrescaban a la sombra de las bodegas antes de transformarse en un vívido líquido. Mujeres que, con una enorme fortaleza, curtidas y tostadas por el sol en los campos de trigo y por el calor de los hornos en el momento de amasar el pan, jamás negaron el arraigo a aquellas fértiles tierras de pan y de vino. Heroínas, en definitiva, a las que Jesús Trapote, con esta escultura, logró añadir más virtudes a pesar de poseer por ello unos vientres deformes: ejercer y ser las madres que parieron, con dolor, a sus hijos para alegrar y perpetuar la continuidad de la sangre. Milagro de existencia y bondad.
Y ya, para terminar, volví a la ciudad para mezclarme con esa juventud que aspira a ser la justa defensora de las leyes, por el derecho y el revés de los trapos limpios y sucios. Me fui a la Facultad de Derecho, recorrí pasillos y me detuve en el hall de entrada al Salón de Grados. Allí está ‘Acogida’, que parecía abrirme sus brazos para levantar mí ánimo hacia las alturas y sentir el aire fresco. Y lo consiguió. A su espalda, tras los cristales, tres aspirantes a abogados, dos hombres y una mujer jovencísimos, buscaban ese sol que calienta los ánimos y…, vaya, justo cuando yo estaba reteniendo la respiración para que no se moviera la imagen en la memoria de mi cámara fotográfica, la parejita de enamorados encuentra en los labios el pegamento suficiente para sellar el amor. Ay…
Para preservar la intimidad, repetí la foto y volví a fijarme en las manos de bronce de ‘Acogida’. Jesús Trapote, aquí, parecía dispuesto a que todos los espectadores del mundo leyeran en aquel gesto el abrazo fraterno de una anunciada bienvenida. Así fue. Y así sigue siendo en este hall universitario, después de que la escultura, antes y con otra piel, estuviera ofreciendo la misma actitud positiva en una exposición conmemorativa del centenario de la UGT (1988). Fin.
En la actualidad, Jesús Trapote Medina continúa respirando el aire que agita las telas de nuestros pendones. Y, por lo tanto, sintiéndose un leonés más, se le considera suficientemente enraizado en esta tierra, antigua capital de un glorioso reino.