Arcos, hornacinas y troneras. Construida en cuatro cuerpos, la torre de la iglesia de Villacintor (León) tiene treinta metros de altura. Torre vigía que en otros tiempos estaba considerada como una de las más importantes de España. En el interior de la propia iglesia, dedicada a Santa Eulalia, se encuentran unas pinturas renacentistas (1556) realizadas por Francisco Hernández, si damos crédito a la información que de ellas se desprende. Una verdadera y grandiosa maravilla rural –descubierta en 1995–, en la que se reproducen las imágenes de diversos profetas (Daniel, Isaías, Habacuc…), ángeles, escudos, motivos geométricos y vegetales, con representación de la muerte y del mal. Tiene Villacintor también fama de haber sido el granero real; el lugar del que, junto a otras tierras circundantes, procedía el trigo necesario para abastecer a toda la ciudad de León; ciudad real en la que al pan se le consideraba moneda de cambio y estatus (¿tienes trigo?, conviértelo en harina; haz con ella pan y, además de no pasar hambre, serás rico).
La introducción anterior tiene mucho sentido si a continuación añado un nombre: José Ajenjo Vega. El niño que nació, jugó y creció en… Villacintor. El pueblo al que, con el tiempo, restauró el magnífico retablo de la iglesia y al que donó la escultura pétrea ‘El sembrador’.
A José Ajenjo le encontré en mi camino, justo en la finca llamada ‘Los Nogales’, tan cerca de Mansilla de las Mulas y del poblado astur de Lancia que, en medio, el viento ha de ponerse de costado para mover los molinos de La Mancha (por aquello de la monumental escultura que de don Quijote y su caballo tiene en medio de la pradera).
Me recibieron, cómo no, dos perros empeñados en difundir, a su modo, la letanía del «no te acerques o lo lamentarás». Menos mal que, después, resultaron ser los corderillos que dejan a la buena gente, como yo (es un decir), acercarse al maestro. Y juro que me aproximé tanto que el aliento del arte salió a iluminar aquella mañana de nubes grises que amenazaban con lanzar a la tierra agua y granizo en abundancia, como así fue.
José Ajenjo Vega estudió aquí y allá antes de que el sol juvenil se escondiera del todo. León, Madrid o Suiza (dónde recibió el Premio Ciudad de Lucerna de Pintura) fueron las ciudades donde se gestó una parte de su biografía, pero… El maestro, que lo fue y lo sigue siendo, dispone de un currículo tan largo como la cuaresma que lleva consigo el máximo periodo de penitencia, ayuno y abstinencia. Su obra se encuentra en Alemania, Suiza, Italia, Países Bajos, Dinamarca, Malta, Estados Unidos, Canadá, México, Cuba, Argentina, Venezuela, Israel, Japón o, entre otros países, Filipinas. Obra civil y religiosa que adquiere muchas lecturas, incluso al dictado que marcan las pautas de expresiones tan dispares como las propias del clasicismo más puro, sin desistir de otros estilismos, cuya esponja se empapa con las derivas que «pintan» el surrealismo, el cubismo o la abstracción. De todo ello y más encontré ejemplos en su taller/museo.
Lo primero que vi, y me llamó la atención, fue un magnífico busto de… –de cuyo nombre sí que me quiero acordar, pero no lo voy a decir para no cortar la cinta del homenaje de un próximo mañana–.
–Hoy mismo –me dijo el artista– lo tengo que vaciar para llevarlo a la fundición.
Una prueba evidente de que José Ajenjo continua al pie del cañón, lanzando dardos artísticos tan necesarios para eliminar la niebla cultural existente en medio de las catacumbas leonesas. Después…
Entre estanterías de bustos –realizados por Víctor de los Ríos, su gran maestro–, viejos libros, fotografías, dibujos, diplomas y esculturas propias, me detuve delante de su “Cristo atado a la columna” por varios motivos, pero, sobre todo, por la real pureza que veían mis ojos.
–Toca –me decía insistentemente el maestro, especialista en Anatomía Artística –. Toca aquí (en las muñecas); toca el brazo, los dedos… Toca la espalda. Observa el moratón de su cara…
Y yo, como santo Tomás, tocaba para asegurarme de que recorría el mapa de la piel, con sus múltiples valles y montículos de un hombre vivo. Lástima que aquel Cristo no tuviera, todavía, la llaga en su costado para sentir el calor interno de su sangre. Y allí mismo, juro que digo la verdad delante del calendario que marcaba un 27 de abril, estaban todos los músculos, venas y huesos de un cuerpo humano. Todos, hasta los estribos, martillos y yunques de los oídos que, sin verlos, como es obvio, me los imaginaba. La perfección en aquella imagen religiosa, para que nos entendamos, la certificaban las yemas notariales de mis dedos que… quemaban.
José Ajenjo está muy orgulloso de que el escultor Víctor de los Ríos, allá por los años cincuenta del siglo pasado, le descubriera una cajita labrada con unos bajorrelieves preciosos.
–Mira, es esta –me la enseñó–. Cuando Víctor la vio, me dijo: «¿la has hecho tú?». Y al responderle que «sí», añadió: «Pues si a tu tierna edad eres capaz de hacer esta maravilla, entonces, si quieres, puedes entrar a formar parte de mi taller». Y lo hice. Y con él estuve en León, en la Dehesa La Cenia (en Villomar) y en Madrid más de cinco años, en los que aprendí el dominio técnico de la escultura clásica y, más en concreto, la recreación humana de la imaginería religiosa. Con el tiempo, ya ves, los herederos de Víctor de los Ríos confiaron en mí para conservar y restaurar su obra.
Efectivamente, sé que la familia de Víctor de los Ríos confió en él por el contenido de un acta notarial de manifestaciones que, entre otros apartados, incluye –literalmente– el siguiente: «Que siempre que sea necesario o procedente consolidar o restaurar, en todo o en parte, cualquiera de las obras de Don Víctor de los Ríos Campos, existentes en territorio nacional o extranjero, sea Don José Ajenjo Vega, quien única y exclusivamente, se haga cargo de su conservación y restauración, en la seguridad de que su labor redundará en la exaltación de Don Víctor de los Ríos y de su obra».
Es por ello por lo que a nadie le va a sorprender que José Ajenjo disponga de tantas obras, especialmente bocetos, de Víctor de los Ríos. Y me las enseñó con un gran entusiasmo y largas explicaciones, citando nombres, lugares, formas y fechas. Sin embargo… Yo insistí en que, aquel día, debía continuar haciendo mí camino de escultores leoneses con él, solo con él. Aunque… Es cierto que son dos vidas paralelas. Lo digo porque Ajenjo, entre otras obras, está realizando un espectacular Cristo Yacente, en madera y a tamaño natural, guiándose por un pequeño boceto en escayola de su maestro. Un primer Cristo –me dijo– que se hizo en 1949 para quedarse en León y que terminó en Astillero (Cantabria).
Aprovecho esta circunstancia para citar algunas de las obras de imaginería que José Ajenjo Vega realizó para León (‘Unción en Betania’, ‘La Cruz Gloriosa’, ‘Jesús del Vía Crucis’ o ‘El Lavatorio’), Linares (‘María Santísima de las Penas’) o Medina de Rioseco (‘La Santa Verónica’).
El artista, que recibió el Premio de Escultura de la Unesco por una reproducción a pequeña escala de la Virgen Blanca catedralicia, en madera, fue también durante muchos años el director de la Escuela de Artes Plásticas de la Ciudad de León, por la que pasaron cientos de alumnos. Y, como buen profesor, en su taller/museo posee diversos guiños para que los visitantes entiendan cómo, por ejemplo, se realiza de principio a fin una talla de madera (partiendo del tronco y finalizando con la policromía, de la que él es un gran especialista al haber sido alumno del taller específico que dirigía Federico Coullaut-Valera).
Terminamos hablando de la copia que realizó de la Virgen Santa María de Escalada –románica del siglo XII– con el fin de que, por expreso deseo de sus promotores, se pudiera admirar y venerar en el monasterio de San Miguel de Escalada. Es de justicia. Pero…, nada. Las lluvias, que se iniciaron en el año 2016, arrastraron con ellas las lágrimas de impotencia que, todavía hoy día, aumentan las corrientes del río Esla. El Obispado de León –con su verdad verdadera y por el momento– está oponiéndose a los deseos de la gran mayoría del pueblo. El porqué de la negativa lleva el olor a incienso de siglos pasados bajo las sotanas más negras. «Con la iglesia hemos dado, Sancho». O mejor, aprovechando el dicho popular, que se generó de la anterior frase entrecomillada, escrita en la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, he de hacer mía la frase «¡con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!». Fin.