José Andrés Seoane, hijo de Andrés Seoane

Por Gregorio Fernández Castañón

07/11/2024
 Actualizado a 07/11/2024
La Virgen de José Andrés protegida de la intemperie. GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
La Virgen de José Andrés protegida de la intemperie. GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Hay apellidos que engrandecen a una ciudad hasta el extremo de mantener su esencia monumental. Lo digo mirando a este León nuestro, que no sería el mismo sin la intervención de la familia Seoane. La Catedral, San Isidoro, la plaza del Grano, Botines, el palacio de los Guzmanes, el viejo consistorio de la plaza de San Marcelo, San Marcos, las murallas… Cientos de intervenciones, por aquí y por allá, que evitaron el derrumbe –total o parcial– de los monumentos más significativos, o los «decoraron» eliminando antes la podredumbre que con el tiempo hizo mella en bóvedas, terrazas, tejados o fachadas. El iniciador, Andrés Seoane Otero (1912-1978), nació en Santiago de Compostela, sí, pero tras dar tumbos por Galicia, Asturias y Zamora encontró en León su razón de vivir. Y fue aquí donde el arquitecto Luis Menéndez-Pidal y Álvarez le nombró maestro general de las obras de restauración de la 1.ª zona de Patrimonio Artístico Nacional de España. A cargo de Andrés, con ese objetivo, estaban numerosos maestros canteros, tallistas de piedra y madera, pintores al fresco, estucadores, doradores y, entre otros, cuatro de sus hijos: José Andrés, Santiago, Pelayo y Manuel.  

Andrés Seoane Otero –bien se sabe– fue el encargado de reproducir la imagen de la Virgen Blanca de la Catedral y fue quien salvó el monumento de un derrumbe tras el fuego que ocasionó la caída de un rayo aquel funesto 27 de mayo de 1966. Y la salvó tras una drástica y polémica decisión que, respaldada por el gobernador civil, Luis Ameijide Aguilar, nadie de la calle entendía excepto él: control del fuego, sí, pero sin que los bomberos arrojaran ni un litro de agua más en la techumbre. El porqué lo explicaría después, y a mí me lo ha relatado su hijo José Andrés: «debajo del techo, construido con teja y madera, se encontraban las bóvedas de la fábrica, realizadas y conformadas en piedra toba. Un material de origen volcánico, muy ligero y poroso, que se utilizaba precisamente por su ligereza. Aquella piedra, al recibir cantidades ingentes de agua, iba a aumentar de peso, cuyas consecuencias bien se pueden entender: una sobrecarga excesiva y, consecuentemente, el desplome inevitable. A mi padre, por aquella intervención le concedieron la Encomienda de Alfonso X el Sabio».

De los cuatro hermanos, José Andrés Seoane ha sido tal vez el que más ha destacado como escultor. Él, humildemente, me lo niega una y otra vez: «yo me considero cantero por encima de todo; aunque, eso sí, la copia que realizaba en todo momento me salía del alma». Y con aquel cuidado, elevado hasta el infinito, hoy podemos sentir el pulso de los monumentos intervenidos por él como si hubieran sido realizados por aquellos otros canteros y escultores de siglos pasados. Una maravilla. 

A él, a José Andrés Seoane, le busqué por los cuatro puntos cardinales para traerlo a esta sección de ‘Escultores leoneses en mi camino’. No fue fácil, lo reconozco, pero el destino, una vez más, se puso a mi favor después de encontrar una luz en la oscuridad: su sobrino Ivan, continuador de la saga, me facilitó el encuentro. Y así fue como, el 23 de septiembre de 2024, frente a la catedral más hermosa (la de León), pude por fin estrecharle la mano. La mano libre, porque la otra sostenía una carpeta azul repleta de documentos y fotografías originales que había seleccionado exclusivamente para mí. Un detalle sorprendente y muy de agradecer por este humilde escritor.

El caso fue que no perdimos el tiempo. Y bajo la escultura de la Virgen Blanca (en honor a una mujer benefactora de nombre Blanca), orgulloso del trabajo de su padre, le hice la primera fotografía. Luego, sin más demora, le invité a sentarse en el lugar (hay otros muchos) donde los adornos pétreos en las basas realizadas por él llenan de contraste y dan vida a lo que siendo fue, y así continúa, para gloria de nuestros ojos. Le felicité por ello. A continuación, solicitamos entrar en el claustro, donde otros trabajos suyos reciben la bendición de Dios, acariciados por las manos del sol y de la lluvia, pero…, de aquella manera negacionista, una y otra vez nos «invitaron» a salir del templo por no tener los permisos adecuados (¿?). Punto.

Punto y seguido porque la «fiesta» continuó dando una vuelta al ruedo catedralicio. Y así, me enteré de que una de las enormes copas que corona una de las torres, por el norte, fue hecha por el maestro. Y allí, a pie de calle, me dio una clase magistral de cómo se ha de tratar la piedra, enumerando las formas de trinchar y desalabear.

–Mira, aquí tienes un ejemplo –me dijo–: esta piedra pulida fue cortada por una máquina. Y justo al lado…, ¿la ves? Fueron las manos artesanas de un cantero las que labraron esta otra. Los golpes del cincel se perciben perfectamente y la labra, en conjunto, engrandece la visión de esta vieja pared.

Claro que veía la diferencia y sentía como una bofetada tan aberrante restauración. Frente al Hospital de Regla me explicó que fueron ellos (los hermanos Seoane) quienes rescataron de los escombros el relieve La Anunciación, obra de Juan López de Rojas y Juan de Badajoz del siglo XVI.

–¿Cómo? –me sorprendí.

–Así fue. Al considerarlo «basura», lo amontonaron junto a otros restos de obra inservibles. Te diré más… Mira: el pie izquierdo del ángel san Gabriel fue tallado por mí.

Y fue él, el maestro, el escultor José Andrés Seoane, quien realizó la Virgen que se encuentra en el arco del paso peatonal (zona del hospital) y el escudo de León por la parte contraria (avda. Los Cubos). El mismo que esculpió las macollas de uno de los chapiteles, por el este, y algunas de las gárgolas. En el hastial sur… Su obra más destacable en esta zona se encuentra en lo más alto. Allí, bajo los pies de El Salvador –obra de su padre–, se encuentran los escudos de León y de Asturias. Mirar y ver tanta belleza, conociendo su historia a través de su creador, me parecía increíble. Una lotería cultural.

Nuestro paseo nos acercó después a las inmediaciones de la basílica de San Isidoro. Y allí, frente al Colegio Leonés, el artista me explicó que, en 1968, realizó el enorme capitel que corona la columna trajana. Monumento que se levantó para conmemorar el XIX centenario de la fundación de la Legio VII Gemina.

En el óculo central del viejo Consistorio el león y la corona son obras suyas. GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
En el óculo central del viejo Consistorio el león y la corona son obras suyas. GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Y en la basílica… Las obras de este autor son muy numerosas; menciono, entre otras, las siguientes: cinco de los canecillos en la Puerta del Perdón, la gárgola de la izquierda y la corona del escudo en la fachada principal, así como la bóveda superior en la zona del museo y determinados pretiles con sus celosías artísticas. Las cuatro ménsulas de los dos grandes cofres limosneros (en el interior) son también obras suyas. Y en el interior me explicó la importancia de los tirantes que él y sus hermanos pusieron en los techos; básicos para la estabilidad de las paredes. 

Con dirección al museo Casa Botines-Gaudí, me explicó por qué habían retirado la fuente neoclásica de Isidro Cruela del centro de la plaza hacia el lugar en el que hoy se encuentra: «para que nada enturbiara la belleza de la basílica». Y añadió: «el león encumbrado de dicha fuente lo hizo mi padre, sustituyendo la escultura realmente muy deteriorada, original de Mariano de Salvatierra».

Fue inevitable hablar de los guerreros labrados en la puerta principal del Palacio de los Guzmanes y de la figura de San Jorge en la fachada del museo Casa Botines. Tres esculturas talladas por su padre, el gran Andrés Seoane, poseedoras de una historia imposible de narrar aquí por falta de espacio.

Tras dos largas horas de paseo por León, decidimos detenernos frente a la Casa de la Poridad (siglo XVI), obra de Juan del Ribero Rada. Nuestro artista, allí, labró el león y la corona del óculo ciego central.

Un café amargo alegró el frío paladar de una mañana bien aprovechada. José Andrés, en fin, terminó elevando la voz de la experiencia con un monumental desmentido: «Son muchos los que aseguran –me dijo– que la piedra de Boñar es endeble. ¡Mentira! Es una piedra caliza, muy dura, que se trabaja muy bien y aguanta el paso del tiempo. Y, por si fuera poco, su color tan especial, en contraste con el cielo, define nuestros monumentos como algo exclusivo de esta tierra».

Impresionante. Es injusto –así lo pienso– que los silencios y la indiferencia de las altas esferas hacia personas como José Andrés Seoane y familia no se cambien, de una u otra forma, por alabanzas y agradecimientos. Por mi parte he de decir que me arrepiento de no haber llevado el nombre de esta familia a los libros que he publicado sobre León y provincia. Lo siento. Desconocía lo que en la actualidad sé. Ahora bien, si me dejaran espacio para airear más palabras de sus obras volvería, volveré, a dar un paso al frente. En cualquier caso, jamás perderé la oportunidad de reencontrarme con una enciclopedia viva como la que el pasado 23 de septiembre de 2024, con tanta humildad y sabiduría, abrió para mí José Andrés Seoane. 

 

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