José Antonio Santocildes en lo más alto del pedestal

Por Gregorio Fernández Castañón

21/03/2024
 Actualizado a 21/03/2024
El artista a la orilla de la laguna donde descansa su particular guirrio. | G.F.C.
El artista a la orilla de la laguna donde descansa su particular guirrio. | G.F.C.

José Antonio Santocildes desnuda los árboles y, con su savia seca, escribe poemas de amor en tres dimensiones. Los acaricia tanto y tan bien que, en las yemas de sus dedos, encuentra el pulso necesario para hacer de la muerte un cántico a la vida. Los transforma, y con ello consigue que por el suelo ría el serrín y por el horizonte, por donde alcanza la vista, aparezcan otras puestas de sol, otros amaneceres tan distintos a los que, necesariamente y con el tiempo, se les ha de llamar obras artísticas de ‘gran altura’. 

Iba al encuentro del artista en Carrizo de la Ribera, sí, pero antes me detuve para contemplar su obra pública en Velilla de la Reina, porque allí está su espectacular ‘Guirrio’ –el más grande del mundo, con sus cuatro metros de altura–, que se mantiene en equilibrio azotando permanentemente a las criaturas acuáticas carnavalescas que habitan en el agua de ‘La Laguna’, agua que utilizaban los lugareños para amasar el barro de los adobes. Y allí, en la Plaza del Atrio, se encuentra ‘El (gigantesco, seco y viejo) Negrillón de Velilla’, con más de 800 años, transformado en una grandiosa obra de arte ‘viva’. Un conjunto escultórico tan espectacular que ‘mi otro yo’ me obliga a realizar un artículo específico de él. Único.

Al llegar la hora de detenerme frente a su casa, lo hice pausadamente para que, en silencio, pudiera sentir las pulsaciones del arte que veía coronando muros, en los que ‘florecen’ enormes piedras, y por las cercanías de los portones, cuyos dinteles llevan los ecos del bosque en la voz de un abedul (5 m de largo) y la de un chopo del país, más modesto, pero de igual utilidad. 

Llamé. Y, a los pocos segundos, salió a recibirme el sabio hombre de la savia, acompañado de una gran sonrisa. Nos saludamos y, allí mismo, en la calle, me sorprendió:

–¿Ves esa línea azul en aquella piedra? (la que me señalaba con el dedo).

La veía, sí. Y con sus explicaciones veía también el milagro que habría de suceder el 21 de diciembre, como viene ocurriendo, a mediodía (hora solar), desde hace 11 años: la sombra de una de las piedras ocuparía el interior de aquel garabato azul. Increíble tanta pulcritud en el montaje de aquella especie de gárgola, sin serlo, el 21 de diciembre de 2012. 

Piedra a piedra o en madera, el artista va levantando ‘su templo’. | G.F.C.
Piedra a piedra o en madera, el artista va levantando ‘su templo’. | G.F.C.

José Antonio, después, abrió para mí la puerta de par en par. Y fue entonces cuando el grueso perno integrado en la madera, al rozar contra los quicios, lanzó un estridente chirrido que yo interpreté con un ‘pasa y verás’.

–¡Dios mío…! –exclamé.

Frente a mis ojos apareció una reliquia medieval; un monasterio, todavía en obras, que de pura belleza invitaba a clavar las rodillas en tierra y a llevar las manos a la cabeza para gritar: «pero esto, en pleno siglo XXI, ¿qué coño es?». Y no era un espejismo. Que lo que yo estaba contemplando en el interior del jardín de José Antonio llevaba una firma labrada en piedra: ‘Santocildes’. Una excelsa obra arquitectónica, de talla y de albañilería, ‘de gran altura’, levantada y firmada por él. ¿Cómo?

Y él me lo explicó, deslumbrándome. José Antonio quería experimentar en su piel la sabia sabiduría de aquellos antepasados que levantaron, con sus propias manos, el refugio ideal y resistente a los vaivenes catastróficos: terremotos, incendios, huracanes, inundaciones… Edificios que van cumpliendo años y siglos sin que la carcoma, los roedores y los pajarillos carpinteros puedan anidar y reproducirse para convertirlos en las ruinas que solo consiguen los hombres (no sé si me entendéis) con sus piquetas. 

Bien. Pues allí, sin pestañear, yo estaba viendo la reproducción de un pedazo de historia arquitectónica de lo más elocuente, con apenas unos años de vida. Vieja historia porque parecía haber sido engendrada siglos atrás por la sangre que riega la verdad en una noche de amor apasionado. Santocildes, él solo, o con la ayuda de la soledad (y de algún monaguillo ocasional en casos de extremada urgencia), está levantando el ábside de su propio ‘monasterio’. Increíble. Y lo es, porque en mi ignorancia no conocía esta faceta del artista. Tiempo al tiempo para que la última piedra sea la piedra de la pila bautismal, porque allí no le falta de nada: arcos ojivales, bóvedas de crucería, acroteras, gruesos pilares y contrafuertes, arbotantes, hornacinas (esperando la llegada de algún ‘santo’), empedrados en el suelo y, en fin, un techo dónde los cantos rodados no dejan ver las estrellas, porque las estrellas, con sus contrastes y volúmenes variados, son ellas mismas. 

A-lu-ci-nan-te, sí, pero todavía, alrededor, encontré más motivos para la alabanza. Allí, por ejemplo, hay un jardín con árboles de hormigón, de cuatro metros de altura, y ya, en pleno funcionamiento, tiene una fuente cuyos susurros armónicos del agua que sale, salta y corretea, te trasportan hasta aquellos claustros en los que la visión de las creencias se manifestaba en las lecturas y paseos o recreos solitarios. Claustros por donde la climatología y las criaturas de la madre naturaleza –solo ellas– podían entrar y manifestarse a los pies de los enclaustrados: el calor y la luz del sol, el frío de las heladas, las salpicaduras de la lluvia o de la nieve, el canto de los pajarillos, el vuelo de las mariposas… Increíble.

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José Antonio Santocildes al lado de su Cristo de Carrizo. | G.F.C.

Y alucinante, también, fue subir por aquella estrecha escalera (de campanario) para, al final, encontrarme con una de las múltiples guaridas en las que José Antonio Santocildes expone una mínima parte de su excelsa y variada creación. Pequeña estancia, pero luminosa y coqueta, en la que –me dijo– aprovecha también para pintar y realizar pequeñas esculturas de piedra o de madera. Grabados; pigmentaciones; pintura o gofrados en madera, tela de saco, papel y lienzo. Y allí, además, para mi sorpresa («¡alabada sea la santísima obra de Santocildes!») se encuentra el ‘Cristo de Carrizo’, versión José Antonio, con casi tres metros de altura y dos entre punta y punta de los dedos con los brazos abiertos en cruz. Una de las esculturas que, para mí, adquiere el título de ‘majestuosa’; tal vez una de las más sobresalientes, dentro de su género, en los últimos treinta años (así lo digo, lo siento de corazón y así, según mi opinión, lo ratifico). 

Un Cristo (2006) realizado en madera de manzano, con un tratamiento especial en su rostro y parte de su cuerpo, para que a una cierta distancia se asemeje al marfil del original ‘Cristo de Carrizo’, del siglo XI. Y del original, José Antonio supo plasmar, a lo grande, las facciones de su rostro y cuerpo, sí, pero el resto, y ahí está la ‘gracia divina’, es obra del artista. Me explico:

José Antonio Santocildes aprovechó la carne de un manzano centenario al completo, para hacer con las raíces la cabellera de ‘su’ Cristo; con el tronco del árbol esculpió el rostro y cuerpo, y con las ramas logró dar forma a los brazos y a los ‘pies’. 

Este Cristo estuvo expuesto en una de las capillas del Monasterio de Carrizo durante 13 años, hasta que con la llegada de una nueva superiora fue literalmente repudiado y arrojado a las llamas del olvido. La causa para darle ‘el billete de vuelta’ al taller del artista fue el gran secreto que las monjas se llevarán a la tumba… sin necesidad, demostrando así, públicamente, un claro ejemplo del pecado de soberbia. ¡Basta!

–Con tanta polémica infundada, va a resultar, José Antonio, que esta magna obra tiene algún ‘secretillo’ en su cuerpo. Digo yo. 

Y el artista, tras mi comentario, me miró sorprendido antes de decidirse… a hablar:

–Lo hago por ti… Mira (y desatornilló su brazo izquierdo). ¿Ves? Aquí tienes escrito un secreto (referente a una esquirla que trajo de Roma). Y cuando quite los tornillos que unen el tronco con la base, te encontrarás con el segundo (referente a las malas formas con las que ‘su’ Cristo fue expulsado con desprecio de una iglesia… católica). 

No hace falta más. Suficiente para terminar alabando la obra de un artista, tan sencillo y humilde que le he de elevar a lo más alto del pedestal donde se encuentran las máximas figuras. Y es un leonés de Grisuela del Páramo.

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