Aunque subido a unas nubes de cristal, no acepto que me llamen «viejo». No lo soy. Admito, eso sí y porque me dejan, que lidero el murmullo donde los antiguos alumnos de la vida jugamos a cambiar el mundo y, a pesar de nuestra experiencia…, perdemos. Pero no; para nada nos afecta. No nos importa porque nuestra grandeza está en seguir descubriendo el albor de las cavernas oscuras, y nuestra sabiduría se encuentra justo al lado de donde los cantos de los pájaros vuelan en plena libertad. Recuerdo que…
En un acto de caprichosa rebeldía, recuerdo muy bien cuándo descubrí los tres espejos en el interior de aquel tubo de cartón. Un juguete similar al que, en 1816, el físico escocés David Brewster realizó gracias a su mágica inspiración artística. Estoy hablando de un caleidoscopio que, después de darle vueltas y revueltas –podéis imaginarlo–, se iba deshilachando en mis manos como la mantequilla para descubrir el nacimiento de aquellas sensaciones coloristas. Por eso…
Mi memoria, en fin, alaba aquel descubrimiento cultural del zoopraxiscopio. Un invento, en este caso, del fotógrafo e investigador británico Eadweard Muybridge (1830-1904), con el que, con la ayuda de la luz y una serie de fotografías, demostró al mundo que las cuatro patas del caballo en trote, experimental, no tocaban el suelo en un momento dado. Un singular artefacto que sirvió primero a Mariano Díez Tobar –fraile burgalés del convento de los padres paúles de Villafranca del Bierzo– y más tarde a los hermanos Lumière –franceses ellos– para inventar el cinematógrafo.
El cine, en la diminuta pantalla de una televisión de tubo o en una amplia sala oscura, marcó una muesca tras otra en mi cinturón de joven enamoradizo. Y del cine quiero seguir hablando para presentar la monumental obra de José Carralero en Ponferrada. Una escultura que parece destruir la niebla con su mensaje y tomar vida propia para llevar las imágenes y los sonidos envolventes hasta los rincones más sensibles del cuerpo humano. Allí, en la rotonda… ¡Qué recuerdos!
Una vez más he vuelto a maldecir la tijera del censor de aquel colegio de Armunia. Un personaje siniestro que nos privaba de los besos y de las escenas donde florecía el amor. Y con aquellos «cortes» –ya veis–, se encendían las luces de la sala, momento que yo aprovechaba para mirar hacia atrás y ver cómo la cinta de celuloide se convertía en una serpiente que, saltando al aire, daba varias vueltas de campana antes de quedar colgada, flácidamente, de un oscuro y silencioso vacío. Algo similar, para que me entendáis, a los dibujos que el polifacético artista José Carralero quiso hacer para que luego, en acero corten, la esencia del cine prevaleciera para siempre en Ponferrada.
Y en Ponferrada había una Escuela de Cine que hoy es agua pasada. Una pena. Pero aprovechando aquella circunstancia, unida a la importancia que iba adquiriendo su Festival de Cine, la autoridad competente quiso que la ciudad contara con un monumento dedicado precisamente al séptimo arte. Y acertó. Lo hizo escogiendo al autor José Carralero y también dando todas las facilidades para que el sueño de una noche de verano se llenara de estrellas. Pero José Carralero es (era entonces ya) un consagrado pintor al que, para nada, le hacía ilusión convertirse en… escultor.
Me lo contó al olor de un sabroso café, justo al lado donde su obra, inaugurada el 28 de junio de 2003, se asentó para quedarse.
–El alcalde de entonces, Carlos López Riesco, insistió tanto –me dijo– que al final quise mancharme las manos de barro para hacer un boceto tras otro, hasta que… Aquello no había por dónde cogerlo. Y yo, claro, no estaba dispuesto a defraudar a nadie. Fue aquella una dolorosa etapa de mi vida creativa hasta que, por fin, encontré una puerta abierta al escuchar la voz de una de las candidatas para ocupar una plaza en la Escuela de Bellas Artes de Salamanca, de cuyo nombre, la verdad y pido disculpas, no me acuerdo. Sus consejos los llevé a la práctica hasta tal punto que faltó muy poco para enfermar por la obsesiva dedicación. Hice cientos de dibujos y también fotografías del entorno. Levanté, a escala, una gran maqueta con todos los edificios existentes… Quería, para que me entiendas, embellecer la ciudad, sí, pero sin dañar el entorno. Deseaba que mi obra, de lejos, sorprendiera con sus formas y que, de cerca, la lectura fuera otra.
–Lo entiendo, José, pero, pidiéndote un nuevo esfuerzo, me gustaría que ahora sorprendieras a mis lectores con algo especial: ¿qué fue exactamente lo que te sugirió aquella candidata?
–Pues me sorprendió con una frase magistral que lo resume todo: «el cine es movimiento y luz». ¿Qué te parece?
–Pues una gran realidad.
Y hablando de realidades, uno no puede por menos de sujetar el bravo corcel informativo para detenerse, momentáneamente, a la sombra biográfica del artista. José Carralero (José Sánchez-Carralero López) nació en Cacabelos, León, en el año 1942. Catedrático de Pintura de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense, es considerado «el maestro del trazo y el pincel». Y sus muchos premios (más de sesenta) avalan dicho criterio. José Carralero –he de decirlo también– es el actual presidente de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, de la cual –qué curioso– yo formo parte desde el siglo pasado: 29 de noviembre de 1999.
¡Basta! Volviendo a interpretar la luz que se colaba por los «ventanucos» artísticos de este autor en Ponferrada, tuve que seguir atento.
–Dime, José. Bajo tu tutela, quiero conseguir un The End de… cine.
Y José se removía en la silla como si le hubiera condenado a ser al mismo tiempo director, guionista, protagonista y hasta el acomodador de su propia película. Y me hablaba pausadamente como sacando pecho para demostrarme que sus «dolores» están olvidados, hasta el punto de compensar tanto esfuerzo. «Convoqué –me dijo– a un grupo de amigos alrededor de una cena. Les enseñé mis maquetas y la verdad es que me ofrecieron su apoyo y amistad, aunque hubo algún que otro «traidor» (y aquí fue él quien se rio, provocando que otros clientes del bar nos «crucificaran» con su mirada). Natural. Donde hay confianza nadie se ha de ruborizar de que la tormenta aparezca en un día soleado. ¿Viste la película ‘La cena de los idiotas’ (largometraje de Francis Veber, 1998)? Pues eso: allí todos destacábamos por mostrar en público y sin rubor alguno nuestra cruda desnudez. Yo les enseñé en mis maquetas las futuras lamas de metal y ellos colaboraron, como corresponde, con alabanzas y críticas».
Después de una larga hora de entrevista le invité a subirse a la plataforma de su obra. Y una vez allí logré entender, un poco más si cabe, el proceso creativo.
–Yo acudí a los talleres de la fundición Eduardo Capa. Sus responsables recurrieron –me dijo– a un equipo de expertos en el manejo del hierro y del acero corten, procedentes de Hungría. El resultado es lo que importa y aquí está: más de ocho metros de altura y ocho mil kilogramos de peso. Mi intervención, en aquella fase del proyecto, resultaba ser de lo más… cómica: yo me recostaba en el suelo y me alejaba y acercaba a la gran masa de acero miles de veces. No sé.
Quería ver la evolución del montaje y corregir los errores. No hay que olvidar que las lamas de las ventanas deberían ocupar metódicamente su espacio para que, a una media distancia (aquella en la que se encuentra el espectador, desde la acera, unos diez metros), surgiera el milagro esperado con la ayuda de la luz: ver el fotograma de las 13 películas que seleccioné.
–¿Trece?
«Pues sí». Y me las enumeró cronológicamente, incidiendo en su representación temática y por países, partiendo desde el inicio del cine hasta el año 1984: ‘Le voyage dans la Lune’ (1902), ‘Un perro andaluz’ (1929), ‘King Kong’ (1933), ‘El gran dictador’ (1940), ‘Ciudadano Kane’ (1941), ‘Casablanca’ (1942), ‘Los 400 golpes’ (1959), ‘Los pájaros’ (1963), ‘El graduado’ (1967), ‘2001, una odisea del espacio’ (1968), ‘El padrino’ (1972), ‘Novecento’ (1976) y Los santos inocentes’ (1984).
–¿Sabes? –me dijo–. Creo con todo ello haber acertado (y me contó una anécdota).
Durante el montaje se acercó de incógnito a la rotonda. Había allí un grupo de jubilados a los que preguntó: «¿qué tontería es esta que están montando?». Y uno de ellos, tal vez «el líder portavoz», muy serio le contestó: «ninguna tontería. ¿No ve usted que en una de las ventanas aparece Marlon Brando?».
Suficiente aclaración. Se acabó (‘The End’).