En Santa Catalina de Somoza hay un duende que se agita con el calor de las brasas y las lenguas del fuego. Su nombre es José. Y cada vez que abre la puerta de su fragua, centenaria ella aunque con buena salud todavía, se agitan hasta las hojas caducas de los árboles en un invierno cualquiera. Un soñador que dice haber aprendido mucho leyendo a ese caballero de La Mancha, «de cuyo nombre no quiero acordarme».
Bien empezamos si el camino que se hace al andar, entre charco y charco y salpicaduras de barro, se va conquistando para llegar aún más lejos. Y de eso se trata: de conocer las bondades que se esconden incluso a la sombra de una tormenta de arena.
José Ore es de los que aseguran que «regalar arte es para siempre». Y yo estoy muy de acuerdo con él, sí, pero, antes de llegar a envolver una gran escultura en papel de regalo, lo que me importaba era hablar del pasado para entender el presente. Y el artista, entonces, me miró con unos ojos como aquellos platos, lavabos o recipientes que él mismo hacía ‘batiendo el cobre’: ojos enormes, que ni siquiera parpadeaban.
–¿Qué quieres decirme? –me preguntó por fin, y se detuvo a esperar mi respuesta.
–Lo que pretendo, José, es que me hables de aquellos tiempos en los que los días llevaban con ellos otras sinfonías más juveniles, más dinámicas. Que me resumas, en pocas palabras, cómo empezó todo hasta llegar aquí, a tu tienda/sala de arte, situada en pleno Camino de Santiago, en Castrillo de los Polvazares.
Y el artista, como si rezara conmigo una letanía poética, me fue diciendo que, antes de ser domador del hierro, fue hacedor de joyas en Levante. Plata y cobre. De esas joyas que se protegen con una simple manta y se cargan al hombro para salir por las playas en busca de clientes con los que ganarse la vida. Después, pasado un tiempo y cogiendo el tren que le marcó el reloj en un momento determinado, se fue a Marruecos para hacer de la calderería otro motivo más para añadir al eslabón de su propia cadena artística, y en Argelia, entre clase y clase que ofrecía a precio de saldo, aprovechó para ver las puestas de sol y así copiarle el brillo metálico. Tampoco se olvidó de hacer un guiño a su paso por Segovia. Esa ciudad donde el acueducto es romano, sí, pero el pan de la mesa continuaba llevando sal y harina españoles en su corazón blanco. Y había que conseguir unas pesetillas extras para, además, cumplir con la tradición de manchar el mantel de hule tres veces al día.
–Te entiendo, José, pero permíteme que te pregunte por qué, siendo uno de esos viajeros errantes, llegaste aquí, a esta tierra de ilustres maragatos y, lo que es más interesante, ¿por qué echaste el ancla en ella hasta conseguir… enraizarte?
–Pues verás. A mí me gusta el olor de la hierba y me encanta ver el vuelo de las cigüeñas en libertad. Sin que nadie los cuide, los cardos y los rosales silvestres no se olvidan de florecer con la llegada de cualquier primavera. Y, en Fuenlabrada, la verdad, estaba harto de pasear por encima de un asfalto estéril y tan duro como losas que llevan en su piel la frialdad más apabullante. Un día de esos en los que parece que el sol sale para iluminar tu camino, me enteré de que se convocaba una plaza de director en la Escuela Taller de Astorga y para allá envié mi currículo. Me escogieron, y así creo haber contestado a tu pregunta.
–Pues no del todo, la verdad (y tuve que insistir por otros derroteros).
José Ore llegó a la ciudad bimilenaria coincidiendo con las fuertes lluvias que iban arrastrando, con ellas, los años noventa del siglo pasado (como es obvio). En la Escuela Taller de Astorga «triunfó». Y con ello, junto a otros profesionales y/o alumnos (canteros, albañiles, jardineros, forjadores, carpinteros, pintores…), logró restaurar diversos edificios, entre los que se encontraba la casa de don Paulino, hoy Museo del Chocolate.
Un día y otro, y con otro más, iba caminando hacia el fin de una semana y, con las semanas, los meses se iban acercando a un año. Quiero decir que José tenía que detener los caballos desbocados de una loca juventud y descargar las alforjas de forma definitiva para crear hogar en… Astorga. Lo de la casita humilde, muy humilde, que compró, y después restauró, en Castrillo de los Polvazares, lo hizo para dar salida al arte que él mismo, junto a su esposa y cuñada iban creando. Hicieron allí, y lo sigue manteniendo, un puesto artesanal de esculturas de forja y productos de cerámica y de bellos tejidos realizados a mano. Un mundo peculiar donde, sin ir más lejos, los espejos reflejan la bondad de quien los escudriña.
–Mira.
Y por allí vi de todo lo que uno se pueda imaginar: animales fantásticos que subían por las paredes y aguardaban por encima de las mesas, o por las estanterías, a bailar el son de los días en otros hogares; un Quijote y su fiel escudero Sancho Panza, por tierras maragatas; soldados grecorromanos que salían a batallar desnudos de cualquier ego; peregrinos, bailarinas, músicos, vendedoras de leche, aguadoras, veletas, llamadores de puertas…
Y para hacer todo ello hay que encender la fragua que –por aclararlo– José Ore posee en Santa Catalina de Somoza, detrás de la puerta centenaria. Puerta de madera que en otro tiempo recibía a cualquier visitante con el ‘Romance del Herrero’, de Nuria Antón, allí expuesto. Este:
«Bajo el techo de la fragua / calienta su alma el herrero / cada golpe es un suspiro / cada suspiro un quiebro. / ¡Cántame un martinete! / ¡Échale carbón al fuego! / Pica la hoz con oficio / como lo hacía tu abuelo. / Descarga sobre tu yunque / el martillo sobre el hierro / que la fragua es la farmacia / que cura todos los miedos. / Bajo el techo de la fragua / aún se escucha el canturreo / de las chispas del carbón / y de la sonrisa del hielo. / Yo soy solo un artesano, / un obrero de mi pueblo / mas si se olvida este oficio / el arte estará de duelo».
Arte en hierro que abrazan las lenguas de fuego y moldean, golpe a golpe y por encima de un yunque sonoro, el martillo y las mazas de un gran creador, José Ore. El mismo que, mucho antes, buscó en un rincón del alma el soplo necesario para dar la «vida» a esa pieza artística que, normalmente, lleva en su «carne» (tiene por «huesos») o es «vestida» con alguno de los materiales y/o las herramientas que usaban los labradores para peinar y arañar las tierras, al prepararlas para conseguir «el ciento por uno»: azadas, picos, palas, rejas, rastrillos, horcas, garabitos… Útiles tratados, eso sí, con la gracia o el don que el artista escogió aquel día para atrapar el espíritu de su nueva creación y para adornarlos, a veces, con tornillos o tuercas y, sobre todo, piedras. Piedras que encuentra por los extensos cascajales. Piedras inertes que, aquí en su obra, utiliza a veces para definir la nariz, un ojo (o los dos), una metáfora de luz, un punto de color entre tanta oscuridad…
El caso fue, y sigue siendo, que José Ore, al formar parte del Camino, se levanta cada mañana con la esperanza de que el sonido del yunque atraiga a los peregrinos hacia el destino final. Una campana, con badajo de fuego, que lleva escrito en el humo que produce el carbón una asombrosa realidad que él me repitió: «regalar arte es para siempre».
Bien. Llegó el momento de envolver, en papel bonito y rematada con un lazo, la visión de una escultura. Y de todas ellas, escojo ‘El mensajero’ (envuélvemela, por favor, en el papel transparente de una metáfora).
En el jardín, al pie de la fragua y calle (para que todo el mundo lo admire), hay «plantado» un enorme pájaro (o ¿es un ángel?) que extiende sus alas para cobijar, en ellas, los buenos deseos. José Ore lo bautizó con el nombre de ‘El mensajero’. Y, en son de paz –así lo veo–, viene a decir a los hombres de buena voluntad que el camino hay que pisarlo, sí, pero también hay que mantenerlo limpio de toda maleza para poder disfrutarlo antes de dejárselo en herencia a las generaciones venideras. Aquí, en esta narración, no se admite egoísmo alguno que rompa la buena sintonía que produce el amor por la vida. Un beso (el beso que ofrecen los labios de ‘El mensajero’ lo define una pequeña piedra que, para nada, en este caso, es distante o fría). Un gran regalo, en fin, ofrece al mundo este artista al que otros llaman –ahora sé por qué– «maestro».