Aunque pueda parecer que es el prolegómeno de una obra teatral, en realidad Juan Carlos Uriarte me recibe en su domicilio con una ráfaga de sorprendentes palabras que alimentan, en grado superlativo, mi timidez: «Bienvenido a mi casa; pasa; siéntate; ¿qué te apetece?; ¿quieres escuchar música?, ¿qué estilo te gusta…? Vale, pues entonces…». Y buscando entre cientos de CDs: «a ver qué te parece este disco americano» (y con los primeros compases). «Ahora vuelvo…».
Y allí me deja rodeado de los pajarillos sonoros producidos por ‘The brothers four’ (Los cuatro hermanos). Trinos de voces angelicales, dulces y envolventes, y rasgueos de guitarra que llegan hasta la misma orilla del alma por donde, necesariamente, ha de surgir la paz.
Una paz enorme siento en aquel espacio donde la cultura, insisto, va de la ‘A’ a la ‘Z’, principio y fin de un todo que se extiende por los dos salones abiertos a la luz, comunicados y sin cerrojos.
Veo, y distingo, en las paredes unos cuadros que, sin preguntar, sé que los ha firmado Juan Carlos Uriarte, porque su estilo es inconfundible. Y allá, más lejos, uno de sus unicornios metálicos indica el camino por donde se estrella mi mirada para ver y seguir sintiendo los latidos del arte encima de una mesa/comedor, por estanterías, repisas y esquineras. Todo allí, ordenadamente, parece colocado por un gran orfebre que valora, como nadie, sus valiosas joyas y usa –creo yo– escuadra, cartabón y tiralíneas para ordenar por tamaños los lingotes de papel (libros), de policloruro de vinilo (discos de microsurco) y de plástico de policarbonato (compact discs). Las esculturas de tamaños diferentes y de autores variados, en aquella casa, se ponen en equilibrio para buscar la verticalidad y, aunque parezca mentira, una colección de ellas –pequeñísimas– habita en los cuadrantes de una mesa de centro: tan curioso, como espectacular; realmente bello.
"Todo tuyo, tú me dirás"
Juan Carlos Uriarte se cambió de ropa, para volver a mi lado, porque «no me gustaba la que tenía puesta para salir en las fotos». El artista me vuelve a sorprender, trayendo en sus manos dos copas de vino. Y su humanidad me desborda; tanto que, para mis adentros, en plan cariñoso, pienso «¡qué arte y qué estilo, únicos, posee este personaje de ensueño!». Se sienta y, más pronto que tarde, sus palabras parecen pompas de jabón con sorpresas multicolores dentro. Setenta y cuatro años; toda una vida de acciones y de recuerdos conquistaron, y dieron muerte, a los ciento treinta y dos minutos que duró el encuentro. ¡Qué a gusto y qué buen rollo (con perdón) fue compartir el tiempo con este singular dios que pasea por nuestras calles, que habita entre nosotros!
Juan Carlos Uriarte, con catorce años, heredó de su padre el oficio de librero, que mantuvo vivo durante treinta años. Por su librería, templo de la cultura leonesa de entonces, traspasaron la puerta y se quedaban un ratito (y más) los grandes personajes que llevaban en la solapa de las americanas su genialidad, su amplia cultura, su estilo personal y artístico, su humanidad… Por allí, me dice, iban muy a menudo: Francisco Pérez Herrero, Miguel Cordero del Campillo, Manuel Jular, Castora Fe Francisco (Castorina), Alejandro Vargas, Enrique Estrada, Luis García Zurdo, Victoriano Crémer y un largo etcétera. Escritores, poetas, catedráticos, artistas plásticos, vidriero… Un listado enorme de personas que tenían entre ellas algo en común: la amistad. Amistad que iban agrandando al compartir las mejores viandas de León en una comida o cena a la que asistían de forma periódica. Mesa y mantel para alimentar el cuerpo y el espíritu. «Allí –me explica–compartíamos ilusiones y criticábamos nuestro trabajo. A los que entraban ‘de nuevos’ les obligábamos a que llevaran con ellos una de sus obras y… les ‘hacíamos un examen’, preguntándoles al respecto. Una tontería, donde cada cual mostraba su severa opinión. Nada grave, porque jamás llegaba la sangre al río. Nuestras pretensiones no eran otras que darles la bienvenida». Y el club iba en aumento. «Sí. A veces allí nos juntábamos más de cuarenta personas». Y la lista, entonces, vueve a aumentar: Amancio González, Toño Benavides, Miguel Ángel Martín…
«Mi primer cuadro lo pinté a la edad de 14 años. Un bodegón realista… Mira, aquel que tengo colgado al fondo». Y miro, veo y opino que no está nada mal que aquella obra primigenia la mantenga colgada de una pared para su admiración. Merece la pena conservar los colores y la vida de una juventud que vuelve a revivirse, una y otra vez, con los recuerdos.
«Recuerdo muy bien mi primera escultura. Verás –y Juan Carlos se cambia de posición en su sofá naranja con estampaciones de flores, como queriendo atrapar toda mi atención–. Desde muy jovencillo me interesé por los volúmenes, pero no veía el modo de dar el paso, hasta que me decidí. No sé muy bien por qué, pero la gran mayoría de los escultores comenzamos a satisfacer nuestra ansia creativa con… una cruz. Y yo no iba a ser menos. Realicé el diseño y, en una marmolería cercana, encargué el corte de una pieza. Después, una vez en mi estudio, complementé con madera mi obra que, por supuesto, llevé a la cena de los ‘justicieros amigos’ para que me crucificaran. Salí vivo de aquel encuentro…». Casi nada, y añadió: «Uno se debe a la gente que le rodea».
«La primera exposición importante que hice como escultor fue en el claustro de la Catedral». Y Juan Carlos Uriarte me enseña una fotografía con la que (con perdón) alucino. Eran 110 metros cuadrados de metal; un piano de cola, en realidad, que costó Dios y ayuda introducirlo, en partes, en el claustro –según me cuenta, y no me extraña–. Un piano donde en su parte alta el artista instaló (plantó o sembró) 50 violines, 8 violonchelos y un órgano de tubo. Todo ello en metal e inspirado en ‘Los planetas’, una obra musical del compositor, arreglista y director de orquesta Gustav Holst. Increíble el volumen de la obra y la unión que hizo de las diversas materias culturales: imagen, diseño, arte, música… Alucinante.
Y así, por esos vericuetos, continuó paseando Juan Carlos Uriarte. Su vida resumida en dos horas y estas manchando dos folios no da para mucho más y, por eso, preparo la retirada.
Juan Carlos Uriarte, el artista que tiene varias obras públicas en León (como, entre otras: ‘Homenaje a los constructores de catedrales’; ‘El monumento a las Cortes de León de 1188’, el mural situado en el hall del auditorio del Conservatorio de León o ‘Johnny Saurius Legionense’, en el campus universitario de Vegazana), en la provincia (como Gárgola que mira al sur, ubicada en el Monte San Isidro) y repartidas por todo el mundo, en colecciones privadas y públicas, no se olvida de contarme los diez años que trabajó en la Escuela Taller, «aprendiendo, primero –me dice–, y haciendo que los alumnos se involucraran con mi obra, después». Tampoco se esconde a la hora de alabar la obra de Eduardo Arroyo, expuesta en las inmediaciones del Arco de la Cárcel. «Una obra magnífica que la gente no entiende, aunque… yo, tal vez, hubiera pintado la grúa que sostiene el unicornio o, al menos, le hubiera quitado la marca industrial. No sé, pero, aun así…». Y me habla de los grandes escritores que han colaborado en sus catálogos: Antonio Colinas, Juan Carlos Mestre, Luis Mateo Díez, Victoriano Crémer, Alfonso García, Nicolás Miñambres…
Juan Carlos Uriarte también se extiende en alabanzas para otros dos artistas: Castorina y Amancio González. Y no se olvida, eso tampoco, de lanzar al aire una crítica y una propuesta que yo, encantado, recojo al vuelo. «No es de recibo que el Ayuntamiento no tenga dedicada una calle a los escultores. Una calle, sí, y en cada farola el nombre de uno de los artistas que vayan desapareciendo». Y, después de decir que la ciudad la hacen y la mantienen las personas, pero la adornan los arquitectos y los artistas con sus obras, sin darse importancia alguna y mirándome fijamente a los ojos, me dice: «Al final solo queda el arte como el único rescoldo de la cultura».
Gregorio Fernández Castañón es escritor, editor y máximo responsable del proyecto editorial Camparredonda, que incluye el Premio ‘La armonía de las letras’.