Covent Garden despidió 2024 a lo grande, con uno de los acontecimientos de la década. ‘Los cuentos de Hoffmann’ –única obra seria de Offenbach, rey de la opereta parisina del siglo XIX– regresaba después de ocho años y con un despliegue insuperable. Como protagonista, Juan Diego Flórez, tenor lírico ligero por antonomasia, sucedía en Londres a leyendas como Alfredo Kraus y Plácido Domingo. Con su infalible registro agudo, bello timbre, claridad en el fraseo y estilo elegante, domina el papel titular, un poeta obsesionado con tres amadas de su pasado.
Al peruano, que ya dio el salto del bel canto al Romanticismo con el ‘Werther’ de Gounod, aquí lo acompañaban tres sopranos muy distintas: la albanesa Ermonela Jaho, conmovedora como Antonia, la cantante moribunda; la rusa Olga Pudova –que debutaba en la Royal Opera– como Olympia, la androide de coloraturas vertiginosas; y la estadounidense Marina Costa-Jackson como la cortesana Giulietta (que canta la famosísima ‘Barcarola’), de impresionante registro, volumen y flexibilidad. Por su parte, el bajo barítono italiano Alex Esposito mostró autoridad, ironía y una voz homogénea como los cuatro villanos de la función (que en verdad son uno: el diablo).
Esta tarde, Cines Van Gogh retransmite ‘Los cuentos de Hoffmann’ en una grabación de hace apenas un mes desde Londres. Desde 1980, la Royal Opera venía reponiendo una producción muy apreciada, la del cineasta John Schlesinger (‘Cowboy de medianoche’), pero ahora llegaba el momento de que la reemplazase una nueva, coproducida con La Fenice, Lyon y Sydney. La firma Damiano Michieletto, ganador del premio Olivier en 2015 por su histórico doblete ‘Cavalleria/Pagliacci’. El veneciano explotó el carácter fantástico de la trama, surrealista y misteriosa, y llenó el escenario de color y movimiento, así como de elementos propios del imaginario carnavalesco y hasta delirante del autor en su literatura: aves, bailarines, absenta, símbolos eróticos…
Su montaje representa los distintos fracasos amorosos de Hoffmann como etapas de un proceso de maduración. En la primera historia (Olympia) el antihéroe es un adolescente en pantalones cortos, en la segunda un adulto embelesado por la frágil Antonia, y en la tercera un anciano que se deja seducir. Al deslumbrante montaje se sumaba la batuta del italiano Antonello Manacorda, que ya había colaborado con el regista en ‘Carmen’. Aparte de su lectura vigorosa y rítmica, supo diferenciar los actos: el primero chispeante, el segundo más dramático, el tercero sensual.
Jacques Offenbach era, para Rossini, «el Mozart de los Campos Elíseos». El prusiano-francés (1819-1880) conquistó Europa primero con sus recitales de violonchelo y después con sus casi cien operetas. Para ello, sí, repitió fórmulas y parodió a otros autores; pero no es menos cierto que «creó un estilo nuevo, en el que reinó absolutamente solo», como escribió el crítico Eduard Hanslick. Desenvuelto, elegante y agudo, incorporo danzas de la época como valses, polonesas o el cancán, ligado para siempre al número final de Orfeo en los infiernos. Pero si ha trascendido se debe a ‘Los cuentos de Hoffmann’.
Como ‘Falstaff’ para Verdi o ‘Lulú’ para Berg, no parece un testamento, sino una creación de plenitud. Prodigioso melodista, encadena pasajes memorables y muy variados: burlones como el baile de Frantz, líricos como el dúo de Antonia, demoníacos como el conjuro de Miracle. Según lo pida la escena, Offenbach logra ser tierno, irónico, sensual, trágico… Su madurez se refleja en el dominio de arias y conjuntos, en una armonía moderna, en la diversidad de ambientes sonoros.
Amena pero larga, densa y fragmentaria, esta obra mueve no tanto a la sonrisa como a la desesperación. Sin embargo, el desenlace nos da un respiro: el diablo no se apodera del alma del poeta, como en ‘Fausto’, sino que la Musa lo redime; vuelve a su camino, el arte. A ese mensaje se aferró el autor, que atravesaba su peor racha. Debido a la guerra franco-prusiana (1870), Offenbach se topó con el rechazo tanto de los franceses, que después de haberlo encumbrado recordaron que había nacido en Colonia, como de los alemanes, que ya no lo consideraban un compatriota, pues vivía en París desde la adolescencia. Así, destinó los esfuerzos de sus últimos años y lo que le quedaba de dinero a su única ‘ópera seria’. Conocía bien el universo onírico y surrealista de E.T.A. Hoffmann, en quien también se basarían Chaikovski (‘El Cascanueces’), Delibes (‘Coppélia’) o Freud (su ensayo ‘Lo siniestro’).
La ilusión de su vida era estrenar en la Opéra-Comique, que tantas veces le había cerrado las puertas. Murió tres meses antes. Por lo menos pudo presentar ‘Los cuentos de Hoffmann’ en un concierto privado en el que los empresarios de las óperas tanto de París como de Viena dieron su beneplácito. Acertaron: desde la primera noche, enlazó 101 funciones solo en 1881.