Juanjo Fernández, ante todo sencillez

Por Gregorio Fernández Castañón

20/06/2024
 Actualizado a 20/06/2024
Aproveché la cabeza de un toro para preguntarle. | G.F.C.
Aproveché la cabeza de un toro para preguntarle. | G.F.C.

Cuando la noche va iluminando su negra quietud, más pronto que tarde –lo sé–, la sinceridad aparece en el confesionario del tiempo. 

–Me hubiera gustado –me dijo, así de repente– haber nacido en la primera etapa de la juventud de mi padre. Vivir aquella vida sin teléfonos móviles; sin Internet; sin nada más a tu alrededor que las ganas de seguir luchando por conseguir un momento de felicidad alrededor de la familia, con tus amigos…

Tardé en reaccionar, pero, como pude, mantuve el tipo y logré, con la ayuda de un suspiro, que la lluvia de abril no mojara el paso de los días por el calendario.

Me encontraba en el taller familiar de Juanjo Fernández. Los dos solos, allí, escuchábamos el avance de los relojes sin que se oyera el tic-tac nervioso del estresante tira y afloja de un ‘severo’ interrogatorio. Lo acababa de conocer –dato importante– y, sin embargo, parecía que hubiéramos participado en la última carrera de relevos, pertenecientes al mismo equipo vencedor. 

–Perdona –se disculpó–. Es solo un minuto.

Y cuando volvió, traía consigo dos cervezas. Las abrió y… Brindamos por la complicidad manifiesta que encierran la literatura y el arte.

–Dime, Juanjo…

Lo que realmente le agrada hacer al artista son esculturas de animales. | G.F.C.
Lo que realmente le agrada hacer al artista son esculturas de animales. | G.F.C.

El álgebra y el cálculo eran para él un suplicio –me aseguró–. La geometría y la Historia –estoy convencido– debían de tener un encanto especial en los bolsillos de sus pantalones cortos. Lo sé, porque veía demasiados poliedros cuadrangulares repartidos por sus obras y porque, al hablar de bocetos, me dibujaba en el aire el paso de aquellos bisontes, caballos, jabalíes y ciervos que formaron parte de los períodos Magdaleniense y Solutrense, 20.000 años atrás.

–Cuando, por fin, logré visitar la cueva de Altamira –me confesó–, reconocí de inmediato que aquellas pinturas rupestres en realidad eran el resultado milagroso de la inteligencia humana. ¿Puedes creerme si te digo que me impactaron de tal manera que hoy forman parte de mi idea creativa? Hay que buscar la sencillez para captar el entendimiento de un todo.

Frases, como esta última, habrían llegado a descolocarme si, de golpe, no hubiera sido capaz de anular la velocidad y la altitud por la que uno cree estar alcanzando el brillo de las estrellas. ¿Qué hacer entonces…?

–Me importa, Juanjo, que me sigas hablando de tu niñez. ¿Te interesaba la actividad que se generaba en este taller familiar?

–Sí, claro. Por las tardes, al salir del colegio, venía a ver a mi padre y a sus empleados cómo manipulaban el metal. La transformación que conseguían con él llegaba a sorprenderme. Escuchaba los golpes en el yunque y me imaginaba que era la sirena de un barco saliendo del puerto. Me llamaban la atención los resplandores de las soldaduras autógenas… Aquel humo, aquellos olores… Todo lo tengo grabado aquí –y con el índice de su mano derecha golpeó varias veces la frente, por debajo de aquel sombrero negro que le cubría la cabeza–.

–¿Quieres decirme que tu vocación escultórica surgió en esta misma ‘escuela’?

La gracia de estas esculturas depende, en parte, de la iluminación. | G.F.C.
La gracia de estas esculturas depende, en parte, de la iluminación. | G.F.C.

–Algo así. No lo voy a negar. Yo me considero un autodidacta inquieto que cada día sigue experimentando, que continúa aprendiendo. Mira…

Y por si existieran dudas al respecto, me enseñó un grueso tubo de latón, ‘maltratado’ de tal forma con sus diabluras artísticas que los dos, de pronto, comenzamos a jugar al ‘veo-veo’. Lo que yo descubrí en un ángulo fue el rostro de un hombre con unas narizotas, siempre que… Y lo que Juanjo veía, sin descartar mi punto de vista, era una gárgola apoyada en la ménsula con pinceladas eróticas. Los dos terminamos riendo como esos jovenzuelos a los que les hacen gracia hasta las heridas de las rodillas, tras caerse de la bicicleta.

«¡Basta! –pensé–. Seriedad en pequeñas dosis, no vaya a terminarse el tiempo sin recoger la cosecha». Así, aprovechando la visión de una cabeza de toro colgada en una de las paredes de su taller, logré cambiar de tercio preguntándole sin rubor alguno:

–Y tú, Juanjo, ¿eres de los que va a los ruedos para ver las salpicaduras de sangre? 

–No –me contestó de forma rotunda–. No me gustan las corridas de toros. Lo que realmente me agrada es hacer esculturas de animales, que van desde un simple mosquito hasta la grandeza que se genera al representar la figura tranquila de una ballena. 

–¿Dices mosquitos?

–Sí, mira (y me enseñó, entonces, una gran fotografía).

–¡Coño! –exclamé.

–Entiendo tu sorpresa, porque realmente es un mosquito enorme. Aproximadamente mide tres metros de punta a punta y, aunque utilicé el alambre en su realización, pesa alrededor de quince kilogramos. Hoy decora el techo de un gastrobar de León.

–Bien. Pues usando tus propias palabras, te diré que lo has ejecutado con tanta sencillez que el resultado es magnífico. Miro y veo la transparencia de sus alas sobre la pared y percibo su inquietante… quietud. Te felicito, pero –¡ojo!–, ten cuidado porque si el gran maestro Eduardo Arroyo recibió en vida más críticas que alabanzas por sus moscas, a ti te pueden pasar factura las ‘picaduras’ de tus mosquitos (y los dos, entonces, volvimos a reír).

La risa era un buen método para romper el cerco que aprisionaba, tal vez, el alma del entrevistado, sí, pero la seriedad por conocer el interés de su obra consiguió volver a encajar las ruedas que se habían salido de los raíles en la última curva. 

–Vale, Juanjo, entiendo que, ahora frente a estas esculturas, tendrás algo que decirme…

Eran tres las piezas que estaba observando; un conjunto a punto de deshacerse como el hielo. «Sí –me dijo–. Tengo que rematarlas, pero... las más altas se van a esfumar muy pronto, puesto que dos personas se han encaprichado de ellas». ¡Perfecto! 

Ochocientos kilogramos de peso atraviesan cuatro pisos. | G.F.C.
Ochocientos kilogramos de peso atraviesan cuatro pisos. | G.F.C.

Dejando al margen los caprichos de unos y de otros, lo que yo veía en esta serie del artista me recordaba en exceso a aquellos dibujos del sistema linfático y vasos del circulatorio del cuerpo humano que tanto me llamaban la atención en una vieja enciclopedia de Antología, con dos salvedades: el volumen, en vez de la planicie que otorga un papel blanco, y el prisma de acero corten que Juanjo empleaba para conseguir… «equilibrio». Equilibrio mental, en una escultura, por aquello de que el poliedro era el propio ‘rostro’ del humanoide, y equilibrio sensorial, en las otras dos, por el uso del ‘tacto’ que los personajes utilizaban en la sujeción y en el levantamiento del… ‘punto de vista, de la perspectiva’ (si me desvío hacia la segunda acepción de ‘prisma’). Excelente.

–¿Algo más que añadir, Juanjo?

–Pues sí. La gracia de estas esculturas depende en parte de la iluminación, ya sea artificial o natural. Con las sombras que produce la luz sobre ellas se consigue un toque tan especial que llega a sorprender a algunos de los espectadores e inquietar levemente a otros.

Y como allí las luces del techo se encontraban jugando su partida en el centro de la bóveda, mi imaginación se puso a trabajar y… Efectivamente: buscando la conexión entre el cielo y la tierra, volví a entender a Miguel Delibes cuando, con regueros de tinta procedentes de Ávila, aseguraba que ‘La sombra del ciprés es alargada’. 

Y si hablamos de ‘largo’ o de ‘alto’, que viene a ser lo mismo, dependiendo de si miras de frente o hacia arriba, un ancla cuelga por el hueco de las escaleras, como un péndulo. Ochocientos kilogramos de peso, atravesando cuatro pisos. Tierra (marina) y cielo (etéreo) sin salpicar la calle donde se encontraba la vieja Obra Social y Cultural Sopeña (edificio, hoy, convertido en hotel). 

Un ancla rezón, para ser más exacto, con los brazos duplicados y ocho uñas, echó raíces en el aire para sujetar el vaivén de las olas decorativas. Arriba… la mano metálica de un hombre, realizada por Juanjo con el color del oro y el alma de un navegante, sujeta la cadena de tan grandes eslabones y arganeo que, procedente del País Vasco, se quedó a dormir para siempre en el (no) puerto de un viejo Reino. Juanjo Fernández –el autor, responsable también de The Steel Studio– la tituló ‘Océano’. Y a mí me parece bien que, al bajar o subir por los peldaños de la vida, adorne las noches y los días. Sueños que han de lograr vencer el fuerte oleaje en la tierra seca de un León, justo al lado de la Catedral gótica más hermosa del mundo. Una maravilla.

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