Kafka o la Catedral de Santa María de Regla

Por Javier Carrasco

13/05/2020
 Actualizado a 13/05/2020
| MAURICIO PEÑA
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En el último año de su vida, Kafka escribe ‘La construcción’, un relato desolador al que no dio fin, protagonizado por una extraña criatura que vive en una madriguera que se abre a un laberinto de interminables pasillos comunicados entre sí, mientras espera la llegada inminente del ser que va a destruirle. El relato quizá es una metáfora de la muerte y de las artificiosas defensas que adoptamos ante ella. En la Catedral de León, sobre la puerta de San Juan, envuelto en una sugerente penumbra, cuelga un inquietante trozo de piel del tamaño de una tortuga laúd. La leyenda dice que corresponde a la del cuerpo de un gran topo que derribaba en la noche lo que los obreros levantaban durante el día. El mismo autor checo escribió otro relato titulado ‘El maestro de pueblo’ (el topo gigante) donde un modesto maestro de pueblo, al que nadie cree, descubre un gigantesco topo. El tiempo pasa y el maestro pretende que su descubrimiento no caiga en el olvido. En este caso se trataría de una metáfora de lo absurdo de nuestro deseo de perdurar, de notoriedad, sin tener en cuenta lo insignificante que haya podido ser el motivo de aspirar a ella.

La leyenda del topo de la Catedral de Santa María de Regla hubiera encantado a Kafka de conocerla. La imagen de ese topo gigante abriéndose paso desde su segura madriguera hasta las obras en medio de la oscuridad y derribando con sus afiladas garras, ayudándose quizá del hocico, los muros de un templo en el remoto confín de la Edad Media, esconde algo de onírico, de amenaza solapada contra nuestra integridad mental. Esa obstinada lucha, protagonizada por un animal de sospechosos hábitos nocturnos, contra el afán de un pueblo de erigir una Catedral que glorifique el nombre de Dios, debía tener para los interesados un componente diabólico. La muerte del topo ponía aparentemente fin a la pesadilla, a una búsqueda inmerecida de notoriedad tan solo destruyendo.

Sin embargo, los males de la Catedral no se debían a una criatura producto de la fantasía como las imaginadas por Kafka, sino a una cimentación deficiente, sobre unas antiguas termas romanas, a la mala calidad del material empleado, el de unas piedras porosas que sometidas a las inclemencias –agua, frío y hielo– harían de aquel proyecto una construcción amenazada de ruina a lo largo de toda su historia, una vez levantada. A pesar de su estado alarmante de deterioro, la Catedral recibió la declaración de Monumento Nacional en 1849. Desde entonces diversos proyectos de restauración se sucedieron hasta principios del siglo XX, que buscarían remediar los defectos de la planificación inicial y que supondrán en algunos casos la interrupción del culto. Algunas fotografías de las obras llevadas entonces a cabo, que muestran a una Catedral irreconocible, invadida de andamios, nos parecen la entrada a una de esas galerías, convenientemente reforzada, de la madriguera que imaginó Kafka, por las que intentaríamos escapar de un enemigo que no vemos y tan solo intuimos.
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