Las antiguas estaciones de ferrocarril, con sus marquesinas de diseño modernista y forjadas en hierro, bajo las que aguardaban los viajeros, a menudo con expresión impaciente, tenían un encanto especial. La antigua estación gozaba de ese privilegio. Situada al principio de la Avenida de Astorga, en un edificio de dos plantas que coronaba un reloj, es un claro ejemplo de las modestas aspiraciones de todo lo provinciano, de la búsqueda de un equilibrio entre fuerzas centrífugas, que impulsan en la dirección de imitar los boatos de los centros administrativos, y otras centrípetas de conformidad con lo que se tiene. Se ve, posando en su fachada una mirada superficial, que los que la diseñaron no aspiraban a nada especia –a pesar de ser León un centro neurálgico en las comunicaciones del noroeste de España–, que renunciaban a intentar pasar a la historia con una construcción original, ostentosa, sino que solo pretendían que el edificio cumpliera sin alardes con su cometido de ser punto de partida y llegada de gente parecida, en su mayoría sujetos anónimos de un tiempo histórico neutro, uniformador.
Nada que ver con los singulares personajes que transitan por la estación de la película de Scorsese, ‘La invención de Hugo’, en el París de principios del siglo XX. Hugo, un huérfano soñador y solitario, es el niño que debe cuidar el reloj de la estación, donde se desarrolla principalmente la acción, mientras intenta reconstruir un autómata, que es el único vínculo que le une a su padre y su pasado. Un reloj animado por una maquinaria compuesta por incontables mecanismos que ocupan toda una torre y crean una atmósfera agobiante. Al final de la torre, desde donde se domina la ciudad de París, el reloj. En realidad nos parecemos a Hugo, nos movemos entre una compleja maquinaria que se proyecta en el infinito como las composiciones de Piranesi, aunque no la veamos realmente, la presentimos, asoma en alguno de nuestros sueños bajo apariencias engañosas y nos llena de angustia.
La antigua estación de León tenía dos relojes, uno el de la fachada del exterior, que indicaba al que entraba si disponía de tiempo o debía apresurarse, y otro en el interior, en el primer andén, para saber si el tren que esperábamos llegaba puntual o con retraso. Ignoro cómo funcionaban esos dos relojes y quién se encargaba de su puesta a punto. León, cuando se construyó la estación en 1863, apenas contaba con relojes en la vía pública que permitieran saber en qué hora se movían quienes carecían de uno de cadena. Era necesario preguntar o entrar en un café para orientarse. Sin relojes quizá se vivía mejor, en un estado de gracia que nos igualaba a nuestros remotos antepasados que, como las plantas, se guiaban gracias al movimiento del sol, y contaban con un margen suficiente para hacer lo que querían y no lo que con el paso del tiempo se verían obligados a hacer. La ciudad sin relojes como una Arcadia en la que nada nos determina.
La Arcadia o la antigua Estación del Norte
Por Javier Carrasco
29/04/2020
Actualizado a
29/04/2020
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