El inmenso escenario flotante del Festival de Bregenz –tercero más grande de Europa– parece concebido para óperas de masas, como ‘Aida’ o ‘Carmen’, más que para obras intimistas como ‘La Bohème’. Pero en 2002, en la 55ª edición del certamen austriaco, los directores de escena británicos Richard Jones y Antony McDonald se encargaron de demostrar que la joya de Puccini también tenía cabida allí. Este jueves a las 20:00 horas, Cines Van Gogh retransmite una grabación de aquella velada histórica.
El espectacular decorado recreaba un café parisino de los años 60, con sus mesas y sillas de bar (20 metros de altura), aparte de elementos como corchos de champán, tarjetas postales, un mapa de la ciudad, cerillas y ceniceros, todos ellos de una escala descomunal. El montaje, con cierto sabor a musical americano, incluía un ballet y cientos de actores y extras: vendedores, camareros, cocineros, porteros, barrenderos… Aun así, estaban tan primorosamente coreografiados que nunca distraían de la acción principal. Dos cursos antes, también en el lago Constanza, la dupla de registas había llevado a escena una memorable ‘Un ballo in maschera’. La imagen de un gigantesco esqueleto pasando las hojas de un libro tenía tanta fuerza visual que no solo abrumó a los 7.000 asistentes, sino que dio la vuelta al mundo.
En este tipo de función (al aire libre, con microfonía, lejos del público), a veces los cantantes quedan relegados a un segundo plano. No fue el caso. Esta ‘Bohème’ contó con un Rodolfo de muchos quilates: el mexicano Rolando Villazón en su apogeo, aquellos años de juventud en que hizo historia junto a Anna Netrebko en ‘La traviata’ y ‘Manon’, debutó en el MET con ovaciones y logró seis subidas de telón en Berlín con su Nemorino de ‘L’elisir d’amore’. Antes de su temprano declive, brillaba por una voz lírica tirando a oscura, un tono rico y consistente en todos los registros, buen gusto en el fraseo, cualidades actorales y, ante todo, carisma y emoción, sin menoscabar su técnica.
El resto del elenco mantuvo el listón muy alto. Al barítono francés Ludovic Tézier se le suele asociar a Verdi, pero entre sus papeles de cabecera también se incluyen el Scarpia de ‘Tosca’ y el Marcello de ‘La Bohème’, que más adelante pondría en pie la Ópera de París en 2009 y 2014. En cuanto a la griega Alexia Voulgaridou, esta soprano pucciniana dio un gran salto cualitativo a partir de esta producción. Después debutaría como Mimì en La Scala, en Hamburgo, Múnich, Sydney y en la Staatsoper de Berlín (2007) junto a Jonas Kaufmann y a las órdenes de Dudamel. Por su parte, la soprano valenciana Elena de la Merced convenció como Musetta. Nacida en Australia y ganadora de premios de canto tan destacados como el Aragall y el Viñas, repetiría en el papel en El Escorial y en Washington. Aun así, su mayor hito de aquel año 2002 fue debutar en La Scala con Plácido Domingo en la zarzuela ‘Luisa Fernanda’.
‘La Bohème’ vio la luz en Turín en 1897. Al público le extrañó la ausencia de conflictos de su argumento: son más bien retazos de una época efervescente en París, donde había residido Henri Murger (1822-1861), periodista (y pintor frustrado) que recopiló sus artículos sobre sus colegas del artisteo en ‘Escenas de la vida de bohemia’. Partiendo de ese libro, los libretistas lograron uno de los mejores textos de todo el repertorio. Luigi Ilica y Giuseppe Giacosa, a la postre creadores de ‘Tosca’ y ‘Madama Butterfly’, formaban un dúo creativo imbatible: el primero aportaba el orden, la estructura en escenas; el segundo, las imágenes poéticas.
Por su parte, el músico de Lucca (1858-1924) supo caracterizar a los personajes mediante el canto (la picardía de Musetta, la sencillez de Mimì, el lirismo de Rodolfo), y describió el ambiente de la ciudad mediante una orquestación refinada, moderna y casi impresionista, que influiría en Debussy. En la estructura, continua y sin números cerrados, abundan los ‘leitmotive’, como cuando Marcello se reconcilia con su amada cantando el principio de su vals, o cuando Mimì, a punto de morir, recuerda el ‘Che gelida manina’ que Rodolfo le dedicó. En esas melodías románticas volcó Puccini su corazón: algunas de ellas las compuso 13 años antes, para sus exámenes del conservatorio. Por cierto, también él saldó sus deudas empeñando un abrigo.