Todos conservamos en nuestra memoria un lugar al que volvemos una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Yo siempre volveré a la casa azul, junto al océano, pasando por aquel puente de madera bajo el cual nos escondíamos cuando éramos niños. La casa había pertenecido a mi bisabuelo materno, Anastasio Ayala, en los tiempos que se construían aquellas mansiones en los acantilados. Toda la familia iba a veranear allí cada año, invariablemente, durante todo el tiempo que duró mi infancia. Abuelos, tíos, primos de diversas edades, cada uno teníamos nuestro lugar en aquella casa. También estaba allí ‘el servicio’, como decía mi madre. Niñera, cocinera, y asistentas, que cada verano contrataba mi familia entre las mujeres de la aldea para que nuestras estancias fueran «unas auténticas vacaciones».
A mi bisabuelo lo mataron durante la guerra «por ser rico», como decía mi abuela. Una noche fueron a buscarlo a casa para llevarlo al bosque y allí le pegaron dos tiros a bocajarro. Decía que él no se dio cuenta de que estaba muerto y por eso regresó a la casa en la cual vagaba errante por las noches desde entonces, como un espíritu vagabundo. Mi bisabuela crio sola a sus dos hijas, de las cuales yo conocí sólo a mi abuela Francisca Ayala, a la que llamaban Paquita. Nos contaba esas historias cuando éramos niños, y no se cansaba de repetir a todo el que quisiera escuchar que aquella casa era «mágica» porque era la única de la zona que tenía varios fantasmas dentro, circunstancia que, según ella, era de sobra conocida en la aldea.
La casa era enorme, tenía catorce habitaciones y vida propia. En mis recuerdos, la mejor parte era la buhardilla que mi abuela llamaba «la habitación de los niños». Esa estancia era un lugar enorme y diáfano en el que entraba la luz por diversas claraboyas. Estaba llena de juguetes que habían pertenecido a diversas generaciones de Ayalas, y podías encontrar casi cualquier cosa oculta en los rincones. Los niños solíamos pasar horas allí, sobre todo los días de lluvia, que en el norte son muchos, buscando pequeños tesoros escondidos entre cajas y polvo. Incluso había un telescopio que miraba al mar, el cual, según nos contaba mi tío Federico, servía para espiar a los buques que atravesaban aquellas aguas con destino al puerto de A Coruña, pero que cuando él fue ya mayor lo utilizaba para mirar las estrellas, sobre todo Venus, que era la que mejor se veía, dada la antigüedad del aparato.
La fachada de la casa era de un azul descolorido por los años. Las ventanas eran blancas y tenían esas contraventanas de madera que con el tiempo acabaron otorgándole un aspecto destartalado. Era grandiosa. Cuando en los días soleados bajábamos a la playa, yo miraba atrás en el camino, dejando la casa en la distancia y con la sensación de que una parte de mi se quedaba allí esperando mi regreso. A la vuelta, te dabas cuenta de que con el movimiento del sol había cambiado de color. La veías allí a lo alto y daba la sensación de que te esperaba, incluso que nos miraba mientras llegábamos a sus puertas, como esperando paciente. Te recibía incluso más acogedora que en otras ocasiones, como invitándote a entrar.
A veces, nos entreteníamos en la fuente del jardín antes de entrar en casa. Mojábamos los pies en el agua, tomábamos el sol, y tal vez se caía una sandalia de nuestro pie, o se soltaba del prendedor un mechón de nuestro pelo dorado. La casa se regocijaba con nuestra belleza infantil, jugaba a nuestros juegos, nos protegía en su jardín como si fueran sus propios brazos. Era parte del decorado de nuestra infancia, y todos sabíamos que escuchaba nuestras canciones inventadas y nuestros sueños. Las mujeres, que trabajaban allí en verano, decían que estaba embrujada porque «hablaba»; si te quedabas en silencio podías escuchar los susurros. Yo nunca escuché nada, pero, siendo yo una niña pequeña y viniendo de Madrid, me quedaba la duda de si las palabras que salían de la casa eran en gallego o en castellano. Lo más lógico, pensaba yo, es que fueran en lo primero, ya que aquellas mujeres de la aldea lo entendían mejor y lo hablaban constantemente.
Los techos eran muy altos, y en las estancias principales colgaban lámparas enormes con cristales y florituras. Los pasillos eran interminables y tenían apliques en las paredes, estaban decorados con papeles de colores pintados con dibujos antiguos. Mis primas pequeñas y yo solíamos patinar y andar con las bicicletas por aquellos largos pasillos. A veces nos parábamos delante de alguna puerta cerrada y en silencio pegábamos las orejas para ver si escuchábamos algo dentro. La casa hablaba, era cierto, pero solo lo hacía con los adultos, con los que parecía compartir ciertos secretos que no se mencionaban delante de los niños. Como por ejemplo lo que le había pasado a la tía abuela María Rosario, que oficialmente había fallecido de una enfermedad pulmonar siendo muy joven, aunque las señoras de la aldea que trabajaban en la casa nos contaban por lo bajo que había muerto de amor, por un joven maestro que habían llevado preso «por ser pobre» y que ya no regresó jamás. Ella lo esperaba cada noche bajo el puente de madera, junto al jardín, y, como nunca volvió, a ella se la llevó la tuberculosis.
Mi abuela Paquita había sufrido también de amores contrariados. Cuando terminó el colegio «para señoritas», a la edad de dieciocho años, mi bisabuela viuda apalabró su matrimonio con el hijo de un naviero de Ferrol, hombre adinerado que aseguraría la permanencia de la fortuna familiar. Pero Paquita Ayala ya se había enamorado de mi abuelo Antonio, de una familia humilde, que había invertido todo lo que tenían en mandar al primogénito a estudiar medicina a Santiago. Cuando mi abuela se enteró de que no la dejarían casarse con el único ser que había amado en este mundo, se autoproclamó en una huelga de hambre y de silencio, que duraría más de lo que mi bisabuela había previsto, y que finalmente le haría ceder ante tal apasionado amor. Estuvo sin comer y sin hablar durante diez meses; los sirvientes no entendían qué clase de fuerza misteriosa la mantenía con vida. A consecuencia de esto adelgazó tanto que se volvió casi transparente, lo cual le permitía atravesar las paredes de una estancia a otra, ante la sorpresa de todos y el beneplácito de la propia casa que se había congraciado con el amor de la muchacha.
Mucho tiempo después, yo vería a mi abuela caminando por aquel jardín con cierto aire místico, casi levitando, con un libro entre las manos. Alguna vez le pregunté que leía y me contestaba como si fuese una obviedad absoluta que leía a Rosalía de Castro, porque a «la casa» le gustaban sus versos. Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros. Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros. Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso, de mí murmuran y exclaman «ahí va la loca soñando. Con la eterna primavera de la vida y de los campos (…)». Ya de adulta, yo recordaría esos versos, que ella recitaba en gallego, y evocarían en mi mente el amor de mi abuela y de aquella casa que adoraba la poesía, con nostalgia, como un miembro más de nuestra familia.
Con los años, mis primos y yo fuimos creciendo. Pequeñas tragedias cotidianas tejerían nuestro destino con hilos de olvido hacia aquellos días. Al morir mi abuela, la casa fue heredada por mi madre y sus hermanos, y, al haberse disgregado la herencia familiar, los gastos para mantenerla se tornaron inasumibles. Terminó por venderse a gente con dinero de A Coruña, y la acabarían transformando en un hotel rural.
Muchas veces he vuelto a la costa da morte, y muchas veces he sentido en mis entrañas la llamada secreta que me hacía la casa desde la distancia. Pero no he vuelto a verla. Tal vez el miedo a la decepción de un recuerdo en el que fui feliz me lleva a no acercarme demasiado, temiendo que si nos reencontráramos se metería irremediablemente en mi corazón convirtiendo la nostalgia en tristeza.
Todos conservamos en la memoria un lugar al que volvemos una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Yo siempre volveré a la casa azul, junto al océano.
Relato del taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León
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