La Chantría y Alberto R. Torices

Por José Javier Carrasco

07/06/2022
 Actualizado a 07/06/2022
| MAURICIO PEÑA
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Al evocar aquella amplia extensión de prados, algunos encharcados, que quedaban comprendidos entre la Avenida de Madrid, la calle Las Fuentes y la Avenida de la Chantría me viene a la imaginación un relato de Alberto R. Torices, titulado ‘Sombras, ángeles’, publicado en el especial de Verano de La Nueva Crónica, un ya lejano mes de agosto de 2019. Aquel espacio, conocido como Chantría, donde en ocasiones acampaban carromatos de gitanos, me parece el espacio idóneo en el que se podría levantar una vistosa «jaima» como la del protagonista del relato de Torices, que ofrece a quienes se acercan a conocerle un trato: él les hará experimentar la felicidad, después de comer el dulce que les ofrece, a cambio de que le cedan el tiempo que les resta de vida. Ahora todo aquello solo es memoria de gente ya mayor del barrio de Santa Ana o de El Ejido que se animaba a cruzar por allí para acortar camino llegadas las fiestas de San Juan y San Pedro e instaladas las atracciones feriales en el paseo de Papalaguinda. Parecía como si aquellos prados estuvieran condenados a permanecer eternamente así, como si la ciudad se detuviera en aquella frontera y por alguna razón, como ocurría con Eras de Renueva, nadie se decidiese a llenar un espacio vacío cubierto de hierba. Hoy, sin embargo, la Chantría ya no es el lugar donde resolvían sus diferencias, jugando un partido de fútbol los adolescentes curtidos de Santa Ana y los aniñados de El Ejido. Alberga edificios de viviendas modernos, otros funcionales como la iglesia de San Froilán o la Escuela de Idiomas, el parque en cuesta del Chantre, El Corte Inglés...

Entonces León era una ciudad de pequeños comercios, con clientes habituales, fieles y previsibles, unas rutinas de compra y espacios urbanos definidos para los diferentes tipos de establecimientos. No fue hasta los años noventa cuando esa relación, en la que dominaba una especie de confianza mutua entre vendedor y comprador, por la que ambos respondían a rutinas consensuadas y según las cuales todo seguía un curso natural y pautado, se rompió y trajo consigo otras reglas, una nueva dinámica que transformó los hábitos de sus ciudadanos. Entonces, en los noventa, aparecieron las grandes superficies – Continente, Leclerc – , su nueva disposición de las mercancías – esa ilusión de un abastecimiento inagotable y garantizado –, la promoción de las mismas, las nuevas relaciones de compra en la que desaparecía el vendedor obsequioso o amigable y se podía acceder directamente a lo que se buscaba sin necesidad de intermediarios. Del estand directamente a la caja sin tener que intercambiar ni una sola palabra: el nuevo ritual del silencio acompañado solo por las voces que reclamaban la presencia de algún empleado en determinada sección.

Allí, en una de las fronteras de La Chantría, en el año de 1994, abría El Corte Inglés, la consumación de todos los horrores para el pequeño comercio. Una gran caja de superficies lisas envolviéndola, diseñada para ocultar cuanto ocurre en su interior, rompiendo con esa tradición del escaparate que permite hacerse una idea de qué nos espera una vez dentro. Una «jaima» especial, que guarda en su interior toda clase de sorpresas, de incitaciones a consumir; aunque no nos sintamos obligados a hacerlo – algo que solía ocurrir en las tiendas del viejo comercio – también aquí acabamos rindiéndonos, terminamos adquiriendo algún producto-talismán que traiga consigo la felicidad, como el inesperado dulce del relato de Torices una sensación de ansiada plenitud: «Era un pequeño dulce circular, ligeramente abultado y brillante por el centro, un dulce como los que hacían en mi casa, hace muchos años».
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