Un año más los libros viejos tienen otra oportunidad, aunque sea en calles secundarias y no, como algunos añoran, en la Plaza de las Palomas. Esa de Ruiz de Salazar y la otra de Pilotos Regueral, si no eran ya costanillas ahora lo parecen con las casetas que siempre dibujan una perspectiva torcida, como si estuvieran medio tumbadas, a pique como barcas que hacen agua inundadas de papel usado que se vuelve del color de la madera de la que procede.
Los primeros días parece que los libreros no hubieran avisado a sus libros de que iban a ir a la feria, los ejemplares añosos están como recién despiertos de un sueño demasiado profundo, como traídos a la fuerza, expuestos por obligación ya que ellos están muy hechos a su apartamiento en el que permanecen siempre dormidos.
A los libros de segunda mano la humildad se les nota a los dos o tres metros de distancia. No hay ninguno que diga «aquí estoy yo», todos han pasado por el filtro del olvido, todos han sido aplanados por el igualador del tiempo, como los ríos más chicos, medianos y caudales manriqueños por la muerte: los grandes amargados del existencialismo, los atroces naturalistas, los exhaustivos realistas, los afinados líricos, los soñadores románticos tuberculosos, los poetas puros y los sucios, los premios planeta y los autores que se autoeditan, los Nobel y los no Nobel, los sociólogos del momento y locutores, los chamanes de turno, los grandísimos autores y los cursis y los pelmas…
Nada más llegar a las casetas, de entre los sesenta mil volúmenes que dicen que hay este año en toda la feria, me salió al paso, encapsulado en plástico, un ejemplar usado de la obra que Howard Hawks llevó al cine como gran película después de pedirle a Ernest Hemingway su peor novela: ‘Tener y no tener’. Poco antes adquirí, en la nueva tienda de literatura pretérita llamada Oblómov —como el dormilón personaje de Iván Goncharov—, ‘Un amor en Swan’ del gran asmático en busca del tiempo perdido, Marcel Proust. Compré allí también la mítica novela de Francis Scott-Fitzgerald, ‘Suave es la noche’, con esa dedicatoria que siempre me gustó tanto: «Para Gerald y Sara. Muchas fiestas». Más allá de los mostradores, en las repisas del fondo, se veían unos cuantos libros muy despiertos con reproducciones a todo color de obras del desdichado pintor Vincent van Gogh con sus mustios y tristes girasoles brillantes recientemente rociados de sopa de tomate en la National Gallery londinense por dos veinteañeras que van a salvar el planeta del futuro.
No estaría mal que tuviéramos, como hay Rastro los domingos y mercado de antigüedades los sábados, unas librovejerías callejeras —como la Cuesta de Moyano en Madrid— abiertas todo el tiempo a lo largo del año, aunque fuese un día por semana, aunque fuese los lunes perezosos, una feria permanente de las palabras olvidadas, aunque parezca un contrasentido, una noria estática de libros dormidos en alguna cuesta escondida.
La cuesta de los libros dormidos
Bruno Marcos escribe sobre los libros viejos con ocasión de la XXIX edición de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de León, que estará abierta hasta el 6 de noviembre
03/11/2022
Actualizado a
03/11/2022
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