Desde el hastial de la cabecera se expanden por la sala, en distintas posiciones, un gran número de vigas blancas, similares a las que configuran los testeros transparentes de vidrio con los que la galería se abre al campo, en un montaje que provoca la sensación óptica de que el edificio se desmonta hasta tocar el suelo. Las líneas blancas que cruzan el aire de la exposición son prolongaciones del edifico que llevan inscritos nombres de autores y títulos de libros con los que la artista da contenido teórico a su acción, como si cada texto hubiera desplazado simbólicamente un soporte de la fábrica para entender toda la estructura. Se levanta así una suerte de guía bibliográfica incorporada a las piezas que quedará flotando en la mirada del espectador no iniciado de forma hermética pero sugestiva, del mismo modo que los libros integrados a la masa de piedras del talco de antiguas minas de la zona, pequeños volúmenes que recorren las paredes de lado a lado describiendo largas líneas rectas hacia los puntos de fuga en el horizonte.

Las vanguardias de principios de siglo XX introdujeron la vida en el arte y las neovanguardias de la segunda mitad de ese siglo llevaron el arte a la vida produciendo una expansión de la experiencia estética. El arte de nuestro tiempo está más próximo a lo teatral que a una especulación formal, más cerca de una puesta en escena que de una clasificación ordenada, taxonómica o taxidérmica; no se trata de trazar recorridos visuales por determinadas categorías sino de producir experiencias estéticas vivas, que acaban de nacer.
Este trabajo de Fernanda Fragateiro para este sitio específico recupera algo esencial que a veces queda relegado en la actualidad, ese algo esencial es lo escénico, creando una gran instalación que en sí misma remueve la propia idea de lo fijo, de la arquitectura como algo fuera del alcance de lo posible.