Xandru y Ágata habían nacido y crecido en una región de un territorio que había comenzado a llamarse Hispania. Hacía ya un siglo que las tribus se habían tenido que acostumbrar a la presencia de los extranjeros venidos de una región llamada Roma. Organizaban el territorio que habían conquistado más por pactos, alianzas y engaños de políticos, que por ejercicio de la fuerza y derecho sobre la tierra conquistada.
Xandru y Ágata no sabían de estas cosas de la historia y la política y disfrutaban de los bienes de la infancia aprendiendo entre juegos y risas cómo poner trampas, las artes del fuego y los rudimentos de la caza.
Xandru era el hijo de Albano y su linaje se había opuesto con firmeza a la presencia militar y a los acuerdos de paz no siempre respetados por los extranjeros. Iba de vez en cuando con su padre a visitar unas rocas, estelas grabadas con animales y signos, caballos, estrellas. A Xandru le recordaban aunque de manera muy esquemática, los caballos que acompañaba hasta los pastos de verano, las veranias, los prados más altos con la hierba más suculenta y fresca, llenos de flores y plantas aromáticas y a los que Ágata llamaba brañas.
Ágata había nacido cerca del poblado de Xandru, pero tras la muerte de sus padres se había venido a vivir junto a sus tíos. Toda su gens había abandonado sus tierras refugiándose en el poblado de Xandru.
Ambos sabían lo que era ser huérfanos, pues Xandru había perdido a su madre durante el parto de su hermana. Según su padre estaba en aquellas piedras, en un prado de hierba fantástica, lleno de aquellas piedras grabadas.
Ágata solía acompañar a Xandru hasta las altas veranias y mientras dejaban pastando a los caballos Xandru le hacía una corona de flores a Ágata. Ella se entretenía cogiendo moras y frambuesas y elaboraba con ellas licores y mermeladas.
Bajaban Xandru y Ágata de las veranias cuando vieron que todos los habitantes de la aldea estaban reunidos alrededor de un roble crecido entre las casas. Se fueron acercando. Albano les vio llegar, tenía el gesto preocupado y le hizo una seña a su hijo para que se acercara. Juntos se alejaron del grupo. El resto de los habitantes del poblado siguieron hablando sobre la conveniencia de lo que tendrían que hacer. Ágata les vio alejarse y se quedó escuchando a los otros.
—Hijo mío, sabes que ser el hombre fuerte de la aldea me ha obligado quizás a descuidar…
—No sigas padre, no puedo reprocharte nada.
—Tu madre estaría muy orgullosa de ti hijo.
Xandru sabía que su padre quería contarle algo y que no sabía cómo hacerlo.
— ¿Qué ha ocurrido padre?
—Sabes que para que respeten los acuerdos, para seguir siendo libres y no tener que abandonar las tierras de nuestros antepasados, debemos hacer lo que estos hombres nos dicen.
—Pero padre, les he visto moverse por el territorio, apenas lo conocen, no saben luchar. Podríamos unirnos…
—No sigas Xandru, no podemos hacerlo. Aunque consiguiéramos vencerles en los primeros combates, vendrían más. Esa es la lección que tus abuelos me enseñaron. Vendrían más Xandru, siempre lo han hecho.
—Pero, entonces, padre…
—Incluso algunos de nuestros hombres, huyendo del hambre, por ambición o sed de aventuras, se han llegado a alistar en la legione. Xandru hijo mío…
—No iré con ellos padre, ya te lo he dicho, no iré con ellos. Prefiero caer muerto por el veneno del tejo.
—Les he dado mi palabra de que esta vez irás con ellos. No tenemos otra alternativa.
—Sí la hay, lucharemos, volveremos a encender los fuegos de las fraguas, fabricaremos armas.
—Perdimos el derecho a hacerlo hace muchos años Xandru.
—No importa.
—Si no vas perderemos la vida todos y a los que sobrevivan les convertirán en esclavos.
—Ya somos esclavos padre, ya somos sus esclavos sin saberlo.
—Pero al menos conservamos las tierras de nuestros antepasados y podremos seguir juntos. Conservaremos el prado de las estelas.
Se hizo un silencio
—No importa que ahora nos separemos Xandru, cabalgaremos juntos, junto a tu madre, por la bóveda de un mismo cielo.
Xandru no dijo nada, miró a su padre y comprendió que la determinación de su padre y la continuidad de la aldea le obligaban a hacerlo.
—Prepara tus cosas, mañana vendrán a recogerte.
Xandru se levantó a medianoche sin que nadie le viera. Se acercó al círculo de piedras donde dormía Ágata. Silbó como la lechuza tres veces, como solía hacer cuando llamaba a Ágata para ir a escondidas a bañarse al río bajo la luz de una luna veraniega y clara. Ágata se despertó, llevaba la corona de flores que él le había regalado en la verania.
— ¿Qué sucede Xandru? — preguntó.
— Me tengo que ir Ágata, me iré esta noche, cruzaré las montañas.
Ágata le miraba, una terrible sombra de tristeza se había posado sobre su vestido largo de tela blanca. Permanecía inmóvil.
—Sé que hay tribus que no han renunciado a la libertad, que se mantienen libres gracias a la lucha y gracias al refugio que les ofrecen las montañas.
Ágata le miró, sabía que sería muy difícil que se volvieran a ver. Las montañas se habían convertido en la frontera entre dos formas de entender la vida, la esclavitud pacífica o la libertad enfrentada. Se quitó la corona de flores y la colocó sobre la melena suave y larga de Xandru. En el silencio cósmico de la noche misteriosa, gigantescas y tibias recorrieron sus mejillas unas lágrimas.
—Ven conmigo Ágata.
—No Xandru, mis tíos me necesitan, ellos me acogieron y no puedo dejarles ahora.
—Ágata —dijo el joven. Sus ojos atravesaban las sombras de la noche intentando que su mente recordara aquella imagen, la figura y el rostro de su amada.
Aquellos dos jóvenes se querían desde que Ágata apareciera por primera vez en la aldea y ambos soñaban con que la paz y los pactos duraran lo suficiente para ver crecer a sus hijos en aquellas tierras, visitar con ellos el prado de las estelas y descansar algún día juntos, bajo ellas y sin que la guerra ni el odio, ni la sed de venganza interviniera en sus vidas.
Xandru cogió las manos de Ágata y las acercó hacia su pecho. Ella sintió un latido enorme y lento posarse en sus palmas. Y que su alma había comenzado a latir también con el mismo ritmo y la misma potencia.
Entonces se separaron. Ágata le vio bajar hacia las orillas del río. Xandru seguiría su rastro, el rastro del agua, sabía que con él, manteniendo cerca su ruido, llegaría a atravesar las montañas. Era verano aún y él sabía que podría recorrer aquella distancia en muy pocas jornadas. Sabía cazar, sobreviviría poniendo trampas, cazando pequeños animales.
Pasaron los días y cuando el río comenzó a estrecharse y a saltar entre las rocas, ocultándose en las sombras y vericuetos de la montaña, Xandru se detuvo y antes de entrar en aquellas gargantas comenzó a pensar en la aldea, comenzó a pensar en Ágata, en que quizás se hicieran ciertas aquellas amenazas de muerte y destrucción para sus amigos y familiares. No pudo soportar la idea.
Pensó en Ágata, pensó en que quizás hubiera una posibilidad. Serían sólo unos años, unos años en Legione, pero estaría cerca de Ágata, cerca de su padre, de la tierra que le vio crecer, cerca de sus caballos y cerca de las veranias. Y pensó en que podría regresar, que el futuro que se le presentaba no tendría por qué estar rodeado tan sólo de la desgracia. Giró y volvió sobre sus pasos, siguió de nuevo el camino del río, volvió a pescar y a poner trampas y en pocos días comenzó a divisar el humo de los fuegos de las casas.
Asomaba ya el sol por encima de los lomos de la Quebrantada, aquella especie de herida abierta en los montes, fruto de la prospección minera que habían puesto en marcha los hombres de la aldea junto a los ingenieros de las legiones romanas. Y cuando atravesó las calles a aquellas primeras horas pudo sentir una presencia silenciosa y unas sombras extrañas. Se acercó al círculo de piedras de Ágata y silbó tres veces como lo hace la lechuza. Pero no ocurrió nada. Xandru silbó otras dos veces como solía hacer para ver a Ágata. Dentro de aquella casa los tíos de la joven retenían las lágrimas en silencio, no se atrevieron a salir del círculo de piedras y Xandru se acercó al prado donde descansan las piedras dibujadas y pudo ver la pradera habitada de flores, el rocío cubriendo de bellezas la imagen perfecta de la mañana y sobre una estela reciente, cubierta de estrellas grabadas, aparecían flores recientes que anunciaban una muerte y junto a ellas una corona de flores secas, una guirnalda, la última guirnalda que le había regalado Xandru a Ágata.
La guirnalda
Rubén García Robles, autor de ‘La sombra que amó Bram’ y ‘Linterna íntima’, se acerca al serial ‘El Decaleón’ de La Nueva Crónica con este relato
02/05/2020
Actualizado a
02/05/2020
Lo más leído