Podríamos pensar en una emocionalidad melancólica, sitios en los que ha pasado algo, escenarios abandonados o, muy al contrario, en planteamientos abstractos, ejercicios de textura o luz, composiciones que podrían pertenecer al ámbito de lo solamente formal. En todo caso se trata de una fotografía en el polo opuesto a la línea fuerte de la historia del medio, esa en la que se ha buscado capturar lo excepcional: el hombre suspendido en el aire mientras salta un charco de Cartier-Bresson.

En cierta medida la obra de Juan Baraja asume una decepción: que la fotografía no puede atrapar el mundo. Toma vistas parciales, hace un collage con planos, líneas, colores, invita sin pasión a evocar algo que no se ve o que ni siquiera se sabe qué es: nos da la parte por el todo. Son fotografías excesivamente nítidas de fragmentos, de rincones, de lugares sin personalidad donde posar los ojos de la cámara parece un esfuerzo innecesario, melancólico, extenuante, en el que a fuerza de mirar se acaba por hallar un valor plástico hecho con muy poca realidad pero muy realista.
Contra lo que esperamos habitualmente de la fotografía: captar el instante, atrapar la esencia, detener el paso del tiempo, parar la muerte, fundar el recuerdo…; estas fotografías se detienen en lo demasiado estático, en lo parado, en lo que va a estar ahí, en lo carente de anécdota para embrujar la mirada en un tiempo en el que las imágenes vuelan y desaparecen a miles ante nuestros ojos sobre las pantallas.