La memoria es cambiante, sinuosa en ocasiones, donde creíamos una cosa había otra diferente. Una voz en off acompaña a la carrera de un joven por un camino vecinal: "Correr siempre ha sido muy importante para mi familia, sobre todo para escapar de la policía. Es difícil de entender. Todo lo que sé es que hay que correr, correr sin saber por qué a través de bosques y campos, y correr sin una meta, aunque la gente te esté vitoreando, esa es la soledad del corredor de fondo". Así empieza la película del mismo nombre ‘La soledad del corredor de fondo’ de Tony Richardson, de 1962, película en blanco y negro, imprescindible en los cine-clubs de los años setenta por su mensaje contestatario, la historia de Colin Smith, uno de tantos chicos rebeldes de las asfixiantes urbes industriales de Inglaterra. Sin tener claro lo que quiere hacer de su vida, roba una noche, con un amigo, la recaudación en una fábrica de pan. Es descubierto y enviado a un correccional. El director del centro se fija en él al verle superar en una carrera a quien hasta entonces se consideraba su mejor fondista. Espera, mejor sueña a todas horas, que el muchacho ganará la próxima competición entre el reformatorio y un colegio privado. Para estimularle se le encarga el cuidado del jardín y hasta se le permite correr sin vigilancia durante las mañanas, campo a través. Llega el día de la prueba. Cuando solo le separan unos metros de la meta, Smith se detiene y deja que le supere su adversario. Ante el gesto de frustración del director, le devuelve una sonrisa burlona, con un mohín retador. Una forma de afirmarse, de traicionar la confianza depositada en él por la autoridad. Ni que decir tiene que de nuevo es relegado a las tareas más subalternas.
La primera vivienda en la que viví en León fue, allá también por el año 1962, una segunda planta adaptada de una de las casas individuales de la calle José María Fernández de la cooperativa El Pilar. El piso de abajo lo ocupaba un matrimonio sin hijos. Esas construcciones eran un parche a la endémica situación de espacios donde acoger al creciente fenómeno de inmigración, a ese trasvase continuo de gente del campo a las ciudades, que llevaba en marcha desde los años cincuenta. Mi memoria, caprichosa, guardaba una imagen falseada de la casa de Nottingham donde vive Colin Smith. Se me representaba como una vivienda mayor, con cierto parecido a mi primer hogar en León. Ahora, al volver a ver la película descubro que nada tenían que ver aquella casa de cooperativa, donde residía gente de orden, con la del amargado pero reivindicativo padre obrero del protagonista de ‘La soledad del corredor de fondo’. Gente con sus particulares manías, como el padre de Andrés Trapiello, vecinos de la casa de la esquina de José María Fernández con la calle San Juan, que echaría a su hijo de casa cuando descubrió escondida debajo de su cama propaganda comunista.
No muy lejos de José María Fernández, al final de la calle de la Serna se levantaba, en terreno ya casi de nadie, tras un jardín con algunos abetos y cedros, un edificio de forma poco habitual, enrejado, que me producía un intenso sentimiento de intranquilidad y atracción a la vez: el reformatorio. Un microcosmos paralelo de historias como la de Colin Smith, fruto de una sociedad en una transformación acelerada, caótica, donde se aislaba y estigmatizaba a aquellos que no acataban las normas, a quienes vivían a su aire, al margen de una sociedad hipócrita, represiva.
‘La soledad del corredor de fondo’ y las viviendas de cooperativa
Por José Javier Carrasco
10/05/2022
Actualizado a
10/05/2022
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