Llegaron, pues, los últimos días del año 2020, y como desde tierras de lejos estaban viniendo hacia la ciudad algunos amigos, los esposos se miraron sin temor y se dijeron: "¿Por qué no sacrificamos uno de nuestros mejores corderos y hacemos un convite y así también conjuramos estos meses que tanto han turbado nuestros corazones para entrar en un nuevo tiempo amándonos unos a otros y purificados?". Una referencia muy parecida está en el Evangelio de Juan (13:1), y también en el de Marcos (14:12). Claro que nosotros tenemos tierras, pero no corderos, sólo unas cuantas gallinas en el huerto y una oca que ha sobrevivido a las alimañas –antes eran cuatro, de nombres casi bíblicos: Betsabé, Lyonnaise, Judith y Ruth–.
Así que sucedió que a eso de las dos y media del mediodía recibí una llamada de mi mujer en el teléfono de la oficina, que me anunciaba que teníamos cena para seis comensales y que había encargado oreja guisada y mollejas en El Caballo Rojo, pero que allí no tenían datáfono y que hiciera lo posible por pasar a pagarlo. Yo –como en el poema de Vallejo– pensé en esos platos distantes, y en cómo y quiénes vendrían a vernos sin que quebrase el propio hogar, llegados del mundo con sus canas tías que hablan en tordillo retinte de porcelana, bisbiseando.
Tuve que aparcar esquinado y pagar diecisiete euros por una bolsa blanca que me dieron, de estómago abombado y todavía caliente. Llegué a casa y alargué la mesa colocando un suplemento que nos había hecho un carpintero muy devoto, sordo y muerto hace algunos años. Y comí en la cocina algo de ensaladilla, sin súplica ni agua, mientras sonaba una sinfonía de Beethoven en la radio. Cuando me levanté de la siesta puse un mantel de color verde en la mesa y, en un extremo, una fuente con calabazas. Ya eran las seis y media de la tarde en el reloj cuando mi mujer me dijo que desde la estación de trenes anunciaba su llegada Mila, y que sabedora de todo esto, no tenía más remedio que visitarnos.
Volví a estirar la mesa por uno de los lados. Y me respondió muy bien, como si fuera un brazo de goma de aquel héroe de los tebeos, Mr. Fantástico. Y quise adornar un poco más el mantel pegando en él algunos recortables de ojos de mujeres y también de labios. Los dispuse como las doce horas o los doce meses del año, en círculo. Y en el centro, cuatro retratos en blanco y negro de hombres pasmados: un conquistador de las tierras vírgenes –Ñuflo de Chaves con un casco bruñido y penacho–, un joven de espaldas que se aleja dejando un reguero de sombra, un actor que estos días aparece en una serie de Netflix sobre la corona inglesa y Brad Pitt. Pero pasó a verlo mi mujer, y el pequeño escenario en el que la simbología era evidente y ellas eran una vez más las reinas, fue desaprobado.
Así que, al lado de las calabazas, puse la figurita de un venado de hermosa cornamenta que habíamos salvado de la desolada casa de Soto. Ella no pudo decir esta vez nada, porque también le duele ese pasado y ni siquiera es capaz de murmurarlo. Aquello, al final, no estaba mal del todo: la tersura del mantel bien planchado, las calabazas y la figurita "daban a la mesa toda su reciencia".
Tuve que volver al Caballo a por otra de mollejas y una tortilla, por una inseguridad repentina como las que acaecen cuando vas de viaje y a unos kilómetros lejos de casa piensas que se te ha olvidado algo: una camiseta térmica o la crema para después del sol, ya sea invierno o verano. Allí estaba, en medio de la niebla que formaba el humo de los cocederos de pulpo que salía de las cocinas, Chema el biólogo con un amigo sentado frente a él en una mesa baja. Poca luz, como corresponde al ahorro de estos tiempos infectados, en que los bares de fama en la zona sólo atienden al 30 % de clientes. Puede que Ch. estuviera de café torero; puede que, como yo, hubiera descansado con una buena siesta. El caso es que no nos veíamos bien los ojos, pero nos alegramos de encontrarnos allí, en un lugar no sé si olímpico u homérico, un bar de guisotes y parroquianos con marcas en la piel y que han protagonizado la historia del barrio en estos últimos años, bien en ese local o en el de al lado, un puticlub. Quien no se había levantado desde los vinos del mediodía era su amigo, que interrumpía con grandes voces y vivas nuestra conversación. Por la tortilla y las mollejas pagué otros diecisiete euros, y fui luego al supermercado a comprar cervezas, sidra y champagne.
En casa de nuevo, a eso ya de las siete y media pasadas. Elegí algunos discos y encendí las luces del belén y revisé los brillos de las copas, cubertería y vasos. A las ocho y tres minutos llegaron los invitados. Subieron por la escalera hasta el quinto piso: nueva costumbre adquirida en estos últimos meses en los que la autoridad ha decretado el cierre de los gimnasios; al igual que el no poder besarnos, obligándonos a administrar los gestos de cariño.
Yo vi que uno de los serafines que cuidan el Misterio frunció el ceño al vernos pasar ante él y contarnos: éramos un comensal más de los autorizados por el decreto que regula las reuniones de amigos, familiares y allegados. Yo le supliqué indulgencia al Ángel y le prometí orar cuando todo hubiera acabado, mas sin subir a Getsemaní ni sudar sangre, ni pedir perdón en demasía, porque los que nos ordenan estas cosas son humanos y a veces un poco zafios.
Luego sucedió lo que estaba ya escrito y pronosticado en las grandes luminarias del cielo: había que ir a toda prisa, un gran zafarrancho desató el inicio del convite, del engullir los alimentos, de las conversaciones y de las bandas sonoras. Porque teníamos nuestro tiempo limitado si no queríamos ser perseguidos y aborrecidos, entregados en la sinagoga o conducidos ante el gobernador por contradecir los edictos y salirnos del rebaño. Y es que también llegaron a la mesa los espárragos y alcachofas rebozadas, jamón de bellota, guacamole y pasas de corinto, endibias y unos nabos pequeños. Así que no nos entretuvimos en las grandes cuestiones, ni nadie volvió a plantear si era o no lícito curar en sábado las manos secas o liberar a los animales que se estaban ahogando, como en San Mateo (12:9).
Todo vino a dar en trivialidades y casi en pecado. El anuncio en el suplemento semanal de un periódico de las actividades de un grupo de dos, 'Calor Ojete', despertó comentarios chuscos e hilaridades; el vino confundió las lenguas y algunas pensaron que Óscar se desnudaría, porque el grueso jersey de lana lo estaba asfixiando; Cecilia se atragantó con un trozo de servilleta que confundió con una hoja de lechuga y a Julio le dio un hipo raro. Sólo Marta parecía conservar la calma, hierática estaba; o puede que se hubiera congelado al tener el asiento al lado de la ventana abierta, inmersa en el turbión de viento frío que se desataba cada vez que abríamos la puerta del salón para seguir trayendo nuevos platos y tener todo bien ventilado y en remolino para evitar que el virus consiguiera aterrizar.
Y yo. Puede que quisiera resumir la historia de la música desde Palestrina hasta hoy mismo, y cambiaba los discos de modo desaforado: de Keith Jarrett salté a unos conciertos de Navidad de Corelli, Tartini, Pez y Manfredini; al Schubert de 'Viaje de invierno'. Y de allí cabalgué hacia una canción sudamericana de mucho sabor en la que una parte del estribillo habla de "estar mojado en ti". Y en esa lucha contra el inclemente correr del reloj pasé al flamenco, al recordar que era la música que en nuestra juventud ponían en la disco como traca final. Mas no eran sevillanas, claro, sino esa hermosa canción de Bernarda de Utrera que dice de un amor imposible. Y el 'Corazón loco' de Bambino, para oír en estos días del Señor a un drogadicto, homosexual y antifranquista. Porque me parecía impuro, porque nos hacemos mayores y esos gestos vanos son como un complemento iluso de nuestras batallas perdidas.
De alguna manera aquello amainó, sobrevino cierto sosiego. Mandíbulas menos batientes y a los gritos siguió una serenidad, casi un desmayo. Una pausa para los dulces, las yemas, los bizcochos de Marta y el brindis por el cercano año nuevo. La música para desearnos lo mejor no fue el viejo villancico que a Mar tanto le gusta y que está en una cinta de casete que lleva anotadas las canciones con la letra de su padre. Fue Louis Amstrong y su What A Wonderful World, en una vieja grabación de Columbia, Nueva York, 1955, con su tono gutural y susurrante en vez de una coral de hospicianos, que puede que fuera lo más conveniente –por eso de la caridad cristiana y la ayuda a los desfavorecidos– para un momento así. Pero no importa demasiado, porque todo al final es polvo y en el cielo se juntarán en el coro celestial los arcángeles tenores, los negros y los incluseros.
Vibraron las copas, tintinearon sus besos de cristal, en el aire quedó indecisa unos segundos la estela verde de un deseo. Y yo recordé en esos momentos de silencio, sin mucha precisión, aquellos versos de John Burnside que hablan de una promesa de escarcha y la evidencia parcial de un dios incierto.
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