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¿Qué vida? Aquella, la de la sobrevivencia que diría el autor; la de los viejos oficios pero contados como lo hace él, desde la memoria de quien de lo ejerce. Los molinos en los recuerdos del molinero; los ríos según los pescadores de la vida; las fiestas según los músicos; la infancia con aquellas madres de cría que «amamantaban hijos ajenos»; la pobreza desde la gota de leche; la supervivencia en una Isocarro que no sube las cuestas camino del mercado; las mujeres desde su mirada y la admiración por las que en su vida han sido —«¿si os contara cuánto trabajo mi pobre madre!»— y la que se percibe cuando mira de reojo a la su Ferreras... Silenciar la lucha de Ferreras es igual de grave que no ponerle luz a la memoria de la señora Morala y tantas madres hechas de la misma pasta.
Pero no lo cuenta Toño Morala en ‘Aquella vida’ de cualquier manera; lo cuenta con el lapicero que lleva en su madera los convencimientos del hijo del obrero, del nieto del emigrante que no se hizo rico sino sabio, del vecino del pobre, del militante del débil, del paisano que mira con boina de poeta, que es lo que es y en poeta escribe, con renglones que son surcos en la tierra. Nos lo dijo él: «En la costumbre, se fue fraguando el interés por la cultura de los antepasados, las tribus, las mujeres y hombres que lo han dado todo para que hoy en día tengamos una mejor sobrevivencia que ellos no tuvieron. Y ya de adulto, pateando los caminos y tropezando con amapolas llenas de sonrisas, se fue generando un especial cariño con la sabiduría de nuestros mayores. No hay mejor recompensa que el dejar hablar a los sabios».
Nada se puede añadir. Esta todo en ‘Aquella vida. Los lunes de Toño Morala’.