Las calzadas romanas y la empresa Fernández

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
04/05/2022
 Actualizado a 04/05/2022
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Aunque el norte de la península estaba comunicado con el sur en la época prerromana –Vía de la Plata– no es hasta la llegada de Roma cuando se establece una auténtica red de calzadas en todo el territorio. Durante la Edad Media el Camino de Santiago es la principal arteria de la España cristiana. En el siglo XVI no hay más de 18.000 km de caminos principales. La mayoría de las rutas se hacían a lomos de caballerías y el reducido transporte rodado, en unas condiciones muy precarias. Con la llegada de los Borbones se busca abrir una red permanente de caminos para favorecer el comercio entre provincias, que así todo debía converger en el centro. Destacar en León la construcción, en el último tercio del siglo XVIII, de puentes como el de Villarente, Gradefes o Mansilla de las Mulas. Pero si la situación mejoró en el sur y oeste de la provincia no ocurrió lo mismo al norte. Habrá que esperar a mediados del siglo XIX hasta ver concluidas las obras del Puerto de Pajares. Una diferencia de cien años con el de Manzanal.

En 1845 Madoz se refiere a la pobreza de vías de comunicación de la provincia. Es a principios del siglo XX cuando la Diputación promueve la creación de caminos entre núcleos de población superiores a setenta habitantes, con escaso resultado. Antes de la guerra civil, León permanecía en su mayor parte aislado. A mediados de los 50, inicio del éxodo rural, las carreteras en la provincia sumaban 900 Km, en 1978 se llegó a los 1700 y las autoridades presumían de estar todos asfaltados. Al finalizar el siglo llegaron autovías como la de León- Astorga, Astorga-Ponferrada, León-Benavente o la autopista de Campomanes. La mirada se volvió entonces esperanzada hacia nuevos objetivos, cumplir el sueño del AVE y hacer viable el aeropuerto de la Virgen del Camino.

Sumándonos al abandono del medio rural por la falta de oportunidades, algunos nos fuimos a estudiar fuera, a Oviedo, a Valladolid, a Madrid, en ocasiones para escapar del ambiente gris de una pequeña ciudad o solo para probar suerte. Unos pocos acabamos, pasado un tiempo, regresando. Lo hicimos a una nueva estación de autobuses cuando la ciudad había cambiado y desaparecido la de la calle Cardenal de Lorenzana con sus taquillas con cristaleras de pavés, reducto exclusivo de la empresa Fernández de Transportes. Su vestíbulo, de decorado expresionista, daba paso a las cocheras. Encajonadas entre bloques de viviendas, se volvieron con el tiempo un espacio anacrónico, de encanto decadente. En mi último viaje a Madrid en esa empresa, subido a uno de sus autobuses igualmente anacrónicos, casi adormecido, a medio camino, vi como un hombre que paseaba por el arcén de la carretera oyendo un transistor, sorprendido por algo, se daba precipitadamente la vuelta. Según me enteré al llegar, unos cuantos guardias civiles habían secuestrado el Congreso. Lo que vi desde el autobús era solo un fugaz anticipo de la que se conoció como "la noche de los transistores".
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