Las lagunas de San Martín

Por Concepción Hernando Román

Concepción Hernando Román
06/07/2023
 Actualizado a 06/07/2023
Noelia y Maika García.
Noelia y Maika García.
Aquella tarde, el sol brillaba ya cerca de Peña Corada. Yo acababa de entrar en la laguna. Inauguraba la temporada de baño. Me había introducido con lentitud, pisando el suelo blandengue, levantando los brazos para superar ese frescor inicial, como si la temperatura de cintura para abajo no importara. Según avanzaba, agradecía a los juncos las caricias con las que cada año me reciben. Un grupo de pececillos se acercó a curiosearme y les respondí lanzándome confiada para nadar hacia el centro.

Siempre me pasa lo mismo, sobre todo cuando voy sola: al poco de sentirme sobre ese gran vientre de agua, me gusta quedarme quieta, flotar boca arriba, casi paralizada, con las piernas unidas imitando una cola. Entonces reposo y disfruto de una sensación antigua que se me instala en la piel y me obliga a cantar. Y no sé porqué me viene a la mente mi madre, que era muy cantarina y echo en falta a mis amigas, quizá a alguna hermana que compartiera conmigo el mismo líquido maternal.

En esa ocasión había llegado a la laguna sin compañía; mis amigas irían después. Miré hacia nuestra montaña Sagrada y, mientras admiraba sus formas y recordaba canciones de cuando era niña, me invadió la conocida añoranza.

Sé que hubo un tiempo en que estas tierras fueron un mar –yo misma he encontrado fósiles de algas y caracolas–, por eso a lo largo de la historia el interior de las montañas se llenó de carbón, y por eso también los hombres de los siglos recientes las excavaron para extraerles la sustancia negra. Hasta que las agotaron y las abandonaron con heridas abiertas. Entonces las montañas lloraron derramando tantas corrientes subterráneas que llenaron de agua sus agujeros –las minas a cielo abierto– y las convirtieron en lagunas.

En el valle del Tuéjar hay dos adaptadas para el baño, la de arriba y la de abajo, como decimos por allí. Yo esa tarde me zambullía en la de abajo. Ya había conseguido juguetear con la sensación cambiante de sus corrientes, más fría, más caliente, y canturreaba para mis adentros. Mientras mis propias melodías me envolvían, el tiempo se deslizó en silencio y, sin que me diera cuenta, los últimos rayos de sol dejaron de reflejarse en los chopos. Pronto, las luces se rindieron y la superficie del agua empezó a oscurecer. Por el Este vi una luna plateada que crecía, pero yo, lejos de querer salir, seguí relajada arrullándome con mis canciones. Pura paz.

Sería una ensoñación, pero al poco tiempo noté que una cola de pez se fusionaba con mis piernas y unos brazos amorosos me conducían hasta la orilla, y después a solo medio km de distancia, a la cima de un promontorio donde se eleva la Iglesia de San Martín.

Fue entonces cuando recordé que en otra era las mujeres nos juntábamos sobre las montañas para cantar en la noche a la luna. Desde allí, con la voz acunábamos los sueños de nuestros hijos, proyectábamos armonía hacia nuestras casas, resolvíamos con zurcidos de luz los conflictos, y conectábamos nuestros cuerpos al entorno, con grandes alas, igual que las aves, para tener esa visión completa que llamábamos intuición.

Y como si se tratara de una invocación, de pronto, allí mismo, ante la fachada Sur del templo, subiendo por el sendero, aparecieron mis amigas, algo asustadas porque no me habían visto en la laguna ni en el camino de vuelta.

No les conté nada. Tampoco sabía; no encontraba explicación para lo que había pasado.

Fue cuando una de ellas advirtió: «mirad qué bien se ven hoy con la luna llena, ahí arriba en la cornisa, sobre los canecillos, dos sirenas enlazadas por la cola.

En el muro oriental de la torre hay otras dos sirenas. Cuenta la leyenda que San Martin de Tours, a quien está dedicado el templo, primero militar y después Obispo –y gran defensor de la fe católica–, al ver a los monjes de su cenobio seducidos por los cantos de las peregrinas, las convirtió en sirenas de piedra y las colocó fuera de la iglesia.

Representando el pecado. ¿Sabéis que las primeras sirenas, en la antigüedad, eran seres alados?»
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