Vamos hoy con lo que podríamos llamar ‘reportaje a la carta’. Nace de un correo electrónico/solicitud de Paco Martín Velasco: «Perdona que me meta en tu trabajo, pero te sugeriría para el Día de la Mujer un reportaje con extractos de las conversaciones con muchas de ellas de las entrevistas de la semana, trozos de su infancia, sus trabajos… nos ayudarían a valorar de dónde venimos y cómo fueron; siempre me acuerdo de mi abuela Eresvita, que falleció en la pandemia, y algo te cuento de ella…».
Escribe de Eresvita. Y hasta sugiere un título: “Paisanas”, en el mejor sentido de la palabra, dice y se pregunta: ¿Si paisanos tiene un sentido de hombres de una pieza, gente honrada, porqué paisanas no ha de significar lo mismo pero en mujer?
Tiene razón. Y un segundo título para todas: «Las lavanderas en el río». Habría muchos más pero llama la atención que la gran mayoría de las que ya tienen una edad (alrededor de los 90 años casi todas) han realizado un trabajo que guardan en su memoria porque aún tienen metido el frío en el cuerpo: ir a lavar al río o el pilón de la plaza; también en invierno, muchas veces rompiendo el hielo para llegar al agua y especialmente duro en el tiempo de las matanzas. Y, sin embargo, un trabajo olvidado. Lo explica perfectamente una por todas, Isabel, de Casetas, la última habitante de este antiguo poblado minero. Cuando a esta mujer le preguntas el día más emocionante de su vida no lo duda ni un segundo: «El día que llegó el agua corriente a casa. Lloré como una niña enfadada al ver salir el agua por el grifo».
No era el invento ‘científico’ lo que emocionaba a Isabel, era que estaba viendo en aquel chorro de agua el fin de la tarea de ir al pilón a lavar, del frío que le ha dejado huella en forma de reúma que se suma a sus dificultades para moverse a consecuencia de las secuelas de la polio. Y, sin embargo, nada detiene a esta paisana, en el mejor sentido.
Otro testimonio sirve para completar esta mirada a las lavanderas. El de Toña, de Valverde de Curueño, 91 años, madre de 10 hijos junto a Nano, cantero que se iba a las obras al amanecer y era ella la encargada del ganado en casa.
«Cuando nacieron los cinco primeros hijos todavía no había agua corriente ni luz en las casas. Cada noche tenía que ir al pilón a lavar ‘los trapos’ que les poníamos porque lo de los pañales tampoco existía. Cuando llegó el agua (y la luz) fue un alivio muy grande».
Lo mismo, o parecido, cuentan otras muchas. Se podría haber elegido un título vinculado a la infancia o haber comenzado a trabajar siendo aún unas niñas. La citada Eresvita, huérfana de madre con tan solo cuatro años «ya fue a servir» (una expresión muy repetida) con tan solo siete. “Entró en casa de unos señores de Astorga, de los que decían de posibles, para ayudar a la señora, hacer los recados y, sobre todo, cuidar a dos niños de muy corta edad. Ella, que era otra niña, pero reconocía la mujer para la que trabajó, Doña Adoración, que no se separaba de ellos ni un segundo».
Trabajadoras desde la infancia han sido muchas de las que han recordado sus vidas en diferentes entrevistas. La mayoría de las más ancianas. Isabelina, berciana de Torre (aunque nació en Corbón) define su vida de una manera muy gráfica: «Tengo más horas trabajadas que pelos tengo en la cabeza. Y calva no estoy». Y para sumar tantas horas tuvo que comenzar de niña… Con un recuerdo vinculado a la mayor catástrofe ferroviaria de la historia. «Me acuerdo perfectamente del famoso accidente del tren de Torre del Bierzo. Yo estaba en el monte cuidando el ganado y ya vi que bajaba el tren a gran velocidad, poco después escuché una tremenda explosión y ni me atreví a bajar a ver aquella masacre». Es fácil echar la cuenta, el accidente fue en 1.944 e Isabelina tenía 10 años. «Pero ya llevaba cuidando el ganado desde los ocho años». Después, con tan solo 14 años, ya entró a trabajar en la mina.
Desde los ocho años (podría parecer, por repetida, el inicio de la edad laboral para la mujer en aquellos años) también sabía lo que es ponerse a trabajar Aurora Tejerina, que ni tan siquiera se pudo criar con sus padres. «No pude crecer al lado de mis padres y mis hermanos, ni en mi pueblo. En casa éramos muchos y me tuve que ir a Ferreras con una tía. A los ocho años ya empecé a trabajar, hacía falta, y ya iba a cuidar el ganado al monte o de acompañante con el pastor de vecera cuando me tocaba».
Se casó joven, tuvo ocho hijos y siguió dando el callo cada día, hasta el punto que, contaba ella, «no se podía dejar de trabajar. Vicente (su marido) tenía que ir a la mina. Con el primer y el tercer hijo rompí aguas trabajando, con el tercero estaba arando patatas en el monte, que habíamos ido con el burro y en el burro bajé como pude. Y nació, en casa, como todos. Los ocho nacieron en casa”. También Aurora era de las que recordaba el frío de tener que ir a lavar al pilón del pueblo. «En verano bien… pero hay mucho invierno en esta montaña».
Más al sur, en el Páramo, vive Teresa, de Zambroncinos, es la abuela de la provincia, con 110 años y, cómo no, trabajadora desde niña; tanto que en una de esas faenas en el campo perdió un ojo. «Todavía estaba soltera y me saltó un acero del azadón. Me llevaron a León pero perdí el ojo; aunque ya ayudaba en casa desde antes, nada más salir de la escuela, iba con las ovejas, también me tocó segar».
Anita Salomón nació hace 94 años en Grajal de Campos y vive en la residencia de ancianos Virgen del Camino de León. Vitalista como pocas, activa y colaboradora no se intuye en su alegría vital una vida dura y complicada desde niña. «Con cuatro años se murió mi padre y ya me tocó empezar a rodar por el mundo, rodé mucho, mucho»... y después de desgranar varios pueblos en los que vivió retoma su biografía una década después. «Con 14 años también murió mi madre. Vine para León y trabajé de niñera, después fui a Madrid y estudié Corte y confección por correspondencia, volví para León y trabajé en las mejores casas». Emigró después a Alemania, «sin saber ni una palabra de alemán», después fue su novio «y nos casamos allí, éramos felices pero…».
En ese “pero” Anita baja la vista y pierde la alegría que la caracteriza. «Íbamos a tener un hijo y lo perdí, me lo tuvieron que sacar… muerto. Aquello no lo superé, volvimos para León a ver si aquí superaba aquella tristeza, no se puede, me acuerdo cada día, pero había que seguir y seguimos, trabajando mucho».
Ésa es otra constante en estas biografías de dureza y superación. Todas las que lo han sufrido son incapaces de evitar las lágrimas y que la tristeza invada sus rostros si han tenido que enterrar a un hijo. Luisa Porto, de 99 años hoy, dice tener 52, y cuando te extraña alguien cercano, su nieto, te aclara: «Ella cuenta la vida desde que su hijo se mató en un accidente de camión… así recuerda los años que hace que ocurrió y es una forma de que nunca se le olvide».
Cuidar el ganado fue la ocupación más común en esta provincia agrícola y ganadera, pero las hubo que se dedicaron a otros oficios, como Eresvita, que fue cuidadora de niños. También Nati, 92 años, de Villalboñe recuerda que «comencé de niña a servir por las casas», que es la expresión más utilizada, «servir por las casas», lo mismo que hizo, en el valle de Valdeón, Evangelina Guerra (ver sección Los inolvidables).
Juli, de Yugueros, recordaba hace unas semanas cómo «con 8 años iba a la arenera de Yugeros, cargaba calderos de arena y los iba vendiendo por las casas de todos estos pueblos para la limpieza, que el jabón era muy escaso… y caro». Para ejercer este oficio atravesaba por los montes, sola y con ocho años. Después vendía fruta las casas, la cogía en la frutería y por un pequeño margen recorría el vecindario.
También recorría el vecindario, en este caso de la comarca de Gordón, Anita, panadera y matriarca de la hoy pujante Panadería Robles, de Santa Lucía, quien recuerda que comenzó repartiendo el pan y la repostería de la panadería por las casas en cestas. «Lo peor era subir a los pisos». Anita, como Juli, eran lo que hoy llamarían emprendedoras, pronto se sacaron el carnet de conducir (de las primeras o tal vez las primeras de sus comarcas), compraron una furgoneta e hicieron crecer sus negocios, de panadería en el caso de Anita y la recordada churrería ambulante de Juli.
También comenzó sirviendo por las casas, en este caso en Francia, para convertirse en un caso extraordinario de montar un negocio fue Angelita Portal, nacida en Los Ancares, que primero fue con su madre (soltera) a servir a Astorga y finalmente emigró con ella a Francia, también a servir. Allí tuvo un hijo y el padre del niño “desapareció”. «Cuidaba en París a dos señoras mayores de una misma familia, que me pagaban bastante bien y en uno de los viajes a España, para buscar al padre del niño y tratar de ‘arreglar’ cuentas con él», se le ocurrió a Angelita llevarle ‘a los señores’ embutidos de León, caseros. ¡Exquisito! Repetían aquellas franceses. En otro viaje llevó para “los señores” y también para unos amigos. “¡Exquisito!”. En el siguiente para más amigos, con el mismo resultado.
Una feliz casualidad quiso que, en un viaje a España, se averió el autobús en el que viajaba y pasó un camionero, de la empresa de Domingo López, que le dijo que la traía hasta León. Hablando en el viaje el camionero se ofreció a llevarle cada semana (hacía esa ruta semanalmente) embutidos de León, abrió una pequeña tienda primero y acabó teniendo una cadena de tiendas de ‘productos de León’ (fue una adelantada a su tiempo).
En los retazos tomados vemos que Toña tuvo 10 hijos, Aurora 8… pero no faltan familia de 14, 16, 18… hasta 23 una de Santa Marina del Rey. No hace falta mucha imaginación para saber de las vidas de estas mujeres que no dejaron de trabajar en las faenas agrícolas o ganaderas “a mayores”. Sirva un ejemplo, Asunción ‘la supermadre’ de Corcos, que contaba orgullosa: «Luchamos mucho, pero ahí están criados todos los que sobrevivieron, desde Julio a Santi, que nacieron muy seguidos, los hay que se llevan un año y dos días...».
Mujeres que fueron saliendo adelante, en los oficios más diversos, en lo que hiciera falta. Rosa, también panderetera de La Garandila –«que habría que divertirse, digo yo»- fue agricultora, tuvo un bar en Gijón y también «saqué buenas perras del río, que pescando me ganaban pocos», a la vez que reconoce que alguna vez iba al río ilegal. «Si me pillaba la guardia civil con la cesta llena yo les decía: denunciad, denunciad, que es lo vuestro; pero ¿sabéis cómo lo voy a pagar? Con lo que pesque por la tarde, otra vez ilegal».
Habría muchas más, para un libro más que para un reportaje; irrepetibles, admirables y, sobre todo, generosas. Baste otro ejemplo, de Evangelina. A la pregunta de si habrá merecido la pena tanto sacrificio ella mira para su nieto, que la acompaña y mantienen una conversación que deja muy claro todo.
- ¿Tú, qué tal vives?; pregunta ella.
- Muy bien, abuela.
- Entonces, mereció la pena; concluye la buena mujer.
Porque estas mujeres jamás trabajaron para ellas, sino para los que veníamos detrás.