En capítulos anteriores:
El domingo por la tarde, alguien ha metido por debajo de la puerta de la casa de Pilar, su propia llave. ¿Quién ha podido hacer eso? Pilar está preocupada y muy desconcertada
El sábado por la noche, Pilar le había dado una llave de su casa a su amante, Daniel, en el transcurso de una cena
Andrés, el hijo de Pilar, es el amante de Domi, la novia de su padre. El embrollo es tal que decide quitarse del medio, marcharse muy lejos sin contar con nadie; solo lo sabe su amigo Luis quien, llegado el momento de la partida, le acompaña a la Estación.
Andrés, agradecido a su amigo, le regala, como recuerdo, un llavero precioso, su llavero, del que cuelga la llave de su casa. También entrega a Luis una nota para Domi y le pide que se la lleve. Y es allí, en casa de Domi, donde pierde la llave que, posteriormente, Javier encontrará empezando a atar cabos…
El domingo por la tarde Daniel y Martin quedan, como siempre, en el Gran Café. Después de comer, pasan un rato juntos y se ponen al día. Martin viene de comer de casa de su madre. Daniel le cuenta a Martín que Pilar le ha dado la llave de su casa la noche anterior y este, en un arrebato de celos, se la quita.
La Ilustración de este texto es de Esperanza Carretero Marugán.
Y así fue como Martin le quitó la llave. A la mañana siguiente, lunes, el despertador sonó a las siete de la mañana. Daniel no había conseguido pegar ojo después de la llamada de Martin a las cuatro de la madrugada. Aún no había amanecido. Sin ánimo ni para estirarse, se sentó en la cama. Sentía como si su cabeza fuera un charco de fango en el que Pilar y Martín habían estado chapoteando toda la noche.
Se amarró a su rutina dejándose llevar hasta poco antes de las diez de la mañana. A esa hora estaba inmerso en su trabajo, sentado a su mesa de ratoncillo de oficina, pasando datos y más datos al archivo general, comprobando recibos y observando, de reojo, el movimiento de sus compañeros. No podía pensar en otra cosa que no fuera la llave. Rodeado de otras mesas parecidas, con personas parecidas a él, observaba disimuladamente por si alguien le miraba con extrañeza, comprobando así si su malestar era evidente o no.
No había en toda la sala un punto de distensión donde relajar la vista. Solo con su mirada sobre la superficie de su mesa se sentía seguro. Ventanas que daban a paredes, calendarios con el logotipo de la mutua en las paredes, puertas blancas incrustadas en blancas paredes, mesas blancas, sillas grises, luces blancas que permitían trabajar sin sombras, sin presentimientos ni amenazas. Miró el reloj y se estiró unos milímetros, recuperando parte del espacio que le correspondía. Cerró el ordenador, recogió los lapiceros y los colocó en un bote de la mutua, apiló las hojas con el logotipo de la mutua en el centro de la mesa y se bebió hasta la última gota de una botella de agua que tenía detrás del monitor. Eran las diez en punto.
- Voy a tomarme un café.
¿Y a quién le importaba? Caminó hasta su taquilla y sacó el abrigo. Se lo puso intentando contener la prisa, mirando ya hacia el ascensor. Se vio reflejado en las puertas de aluminio, dividido en dos mitades equidistantes de la pared, metalizado y borroso. Se acercó lo suficiente como para ver su aliento empañar la superficie plateada y esperó. La luz roja de la flecha que indicaba ascenso parpadeaba. Cerró los ojos «venga, venga, venga» imaginándose el vacío del hueco y la cabina subiendo por sus raíles, las paredes cochambrosas dentro del hueco, otro espacio, un abismo, el siseo metálico, el olor a grasa.
- Ding dong.
Las puertas se abrieron. Solo cuando estuvo dentro y comenzó el descenso soltó todo el aire de sus pulmones. Empuñaba la llave dentro del bolsillo del pantalón. Aspiraba profundamente una y otra vez, expectante, angustiado, como si sospechase que detrás de las puertas correderas le esperaba la fiesta sorpresa de su último cumpleaños. Se abrieron las puertas. Dio un paso al frente y se volvió a desinflar.
- Imperdonable, imperdonable.
Susurraba mientras salía a la calle y repasaba mentalmente, por millonésima vez, todo lo que había sucedido la noche anterior.
Se precipitó sobre la acera. La ferretería más próxima estaba en la misma calle en la que Martín tenía su barbería, pero buscó otra porque no quería dar pie a ningún encuentro.
A esta hora, le estaría esperando para tomar café juntos, como todas las mañanas. Abriría la barbería tarde. «Total, para lo que tenía que hacer en toda la mañana: cortar cuatro pelos mal lavados» pensó con rabia y desprecio.
Efectivamente, Martín estaba en Los Álamos esperandole. Miraba el reloj y miraba la puerta de la calle. Ya eran más de las diez y llevaba allí desde las nueve y media, esperando ver entrar a Daniel, como todas las mañanas. Pero Daniel no llegaba
- O sea, que se había mosqueado de verdad.
Apuró la taza de café, un mejunje dulzón de café, leche, azúcar y gotinas de coñac.
- Y todo por culpa de esa tiparraca.
Se limpió la comisura de los labios con el dedo pulgar.
- Lo más cojonudo del caso es que, encima, se piensa que es por culpa mía. Tendrá mil excusas: que le quité la llave, que no le cogí el teléfono anoche, que le tomé el pelo... cualquier justificación le valdrá para argumentar su enfado. Pero, en el fondo, lo que le pasa es que le resulta incómodo reconocer la verdad: que ha caído en «la trampa».
Tomó un palillo y con la punta comenzó a sacarse la porquería de las uñas ensimismado, pensativo.
- Ya no viene, seguro. ¿Y por culpa de esa pelandusca vamos a echar por la borda más de veinte años de amistad? Si cree esa tipa que va a salirse con la suya tan fácilmente ¡está muy equivocada!
Echó un euro y veinte céntimos encima de la barra y se subió la cremallera de la cazadora, tiró de la cinturilla de los pantalones hacia arriba y se lanzó a la calle dirigiéndose hacia su peluquería caminando a trompicones y moviendo los labios como una beata con su letanía.
- Esta historia ya me la sé yo de memoria. Anda que no hay ¡mil casos!, ¡qué mil! ¡mil millones de casos! Y son todos iguales. Un día empiezan a fallar en la partida porque, de pronto, sin saber cómo, a esa hora, precisamente a esa hora, tienen que hacer cosas con ella. Luego serán los cafés de la mañana. Luego quedar para ver los partidos de fútbol. Poco a poco, le robará todo su tiempo… Detrás de cada pareja, lo sé, lo sé, hay una gran historia de amistad dejada a medias, sacrificada, echada a perder.
Metió la llave en la cerradura de la trapa que, mal engrasada, se resistió a ceder. Martín forcejeó con ella apretando el cigarro entre los dientes.
«Cualquier día me quedo en la calle» vaticinó para, al instante, seguir con sus pensamientos. «El caso es que a Dani no se le puede reprochar que esa lagartona se haga con él. Siempre ha sido un pusilánime con las chicas y con esa costumbre estúpida de confundir el futuro con el ángulo obtuso que forman unas piernas de mujer en posición horizontal. A mí mismo me ha pasado, tampoco tengo que ir a buscar ejemplos a tomar por el culo. Sé lo que se siente cuando la bragueta te pega un tirón, lo sé, pero aquí, a pesar de que las apariencias (porque yo tengo menos experiencias que Dani) puedan decir lo contrario, voy un paso por delante de él. En cuestiones de mujeres lo tengo muchísimo más claro».
Subió, al fin, la persiana metálica aprovechando el ímpetu de su rabia, al tiempo que Daniel corría por una calle paralela en busca de la ferretería.
- No hay problema- seguía con su loco monólogo entre dientes- le encarrilaré, haré lo necesario para que vea la realidad, la única realidad, y se dará cuenta con el tiempo del marrón del que le estoy salvando. Somos amigos ¿no? Pues ha llegado el momento de demostrarlo.