Leal, el perro, siempre la acompañaba hasta la escuela. Cuando entraba aún esperaba un rato antes de volver a casa. Aquella mañana, sin embargo, Leal se dio la vuelta a medio camino – andaba a perras – y ella siguió sola pensando en sus cosas, en qué podría hacer para que su madre la tratase algo mejor. No se le ocurría nada. Era obediente, hacía cuanto le pedía sin discutir, pero su madre no variaba en nada su actitud hacia ella. No sabía ya que intentar. La verdad es que la miraba como a un bicho raro, alguien que no merece nuestra confianza, al menos no toda nuestra confianza. Se sentó en el pupitre. Tenía sueño. Había dormido mal. Se repitió la pesadilla en la que su madre la encerraba en una habitación oscura con Leal. En la penumbra del cuarto los ojos del perro brillaban, inexplicablemente, amenazadores. Era cuestión de tiempo que se le echara encima. Todo transcurría como cualquier otra mañana. Los niños respondiendo diligentes a las preguntas de don Ramón, el maestro, intentando no provocar su cólera. Cuando llegó su turno estaba distraída, especulando con lo que estaría haciendo en aquel momento Leal, si vendría a buscarla a la salida y harían el camino juntos hasta casa como dos buenos amigos que se necesitan y ayudan mutuamente. En menos tiempo del que tarda en contarse, don Ramón descargó un bofetón en su cara (solo por no recordar el nombre de una letra). Empezó a sangrar por la nariz. El maestro le pidió que saliera inmediatamente de clase: «Juana López, no vuelva aquí hasta que pare de sangrar». Afuera llovía como si el cielo quisiera compadecerse de lo que acababa de ocurrirle. Se había formado un charco frente a la puerta de la escuela sobre el que las gotas de lluvia se precipitaban yendo a más, como su deseo de llorar. Sin embargo, se contuvo. Una gota de sangre cayó a sus pies. Dio un paso al frente y dejó que la lluvia mojara su cabeza. Pasó la mano por la nariz y la retiró aún con un ligero rastro de sangre. Retrocedió al amparo de la puerta. Dudó si entrar ya. Pasó de nuevo la mano por la nariz. Apenas si quedaba sangre. Se lavó las manos en el charco que le devolvió un reflejo borroso, determinada a entrar … Al llegar a casa había dejado de llover y su madre la esperaba para mandarle un recado. La miró intrigada y le preguntó por qué estaba tan seria. No respondió nada, se limitó a coger el dinero que le daba y salir en dirección a la tienda. Cruzó las vías de tren. Descubrió que detrás de ella venía Leal. También él parecía preocupado por algo. Quizá sufría mal de amores. Lo esperó y cuando estuvo a su lado le acarició la cabeza. Leal la miró moviendo agradecido la cola. Ladró. Entonces vio al maestro que cruzaba el paso a nivel. Leal siguió la dirección de su mirada y se revolvió inquieto. Volvió a ladrar, esta vez con rabia. Don Ramón se detuvo y miró hacia donde se encontraban ella y el perro. Tropezó y estuvo a punto de caer. Fue el momento que Leal aprovechó para echar a correr en dirección al maestro. Les separaban dos tiros de piedra. Don Ramón, como si adivinase las intenciones del perro, aceleró el paso. No le faltaba mucho para cruzar las vías. Pero Leal volaba. Saltaba entre las traviesas a toda velocidad, sin dejar de ladrar. Urgido por la prisa el maestro volvió a tropezar y esta vez sí cayó al suelo. Leal se plantó a su lado. Don Ramón gritaba pidiendo ayuda: «¡Juana, haga algo, le pido perdón!» Pero ya era demasiado tarde. Cuando llegó el guardabarreras, Leal había destrozado el brazo derecho del maestro. Solo entonces dejó de ladrar y deshizo el camino hasta situarse al lado de su dueña. Arrojó un botón de la chaqueta de su víctima y esperó su recompensa. Una nueva caricia.
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