Una lección de bel canto en La Scala

La soprano cubana Lisette Oropesa y el tenor peruano Juan Diego Flórez emocionan con ‘Lucia di Lammermoor’, de Donizatti, un título fundamental de la historia del teatro milanés que este jueves exhibe Cines Van Gogh

Javier Heras
06/06/2024
 Actualizado a 06/06/2024
La soprano cubana Lisette Oropesa en la ópera ‘Lucia di Lammermoor’.
La soprano cubana Lisette Oropesa en la ópera ‘Lucia di Lammermoor’.

El listón de ‘Lucia di Lammermoor’ en La Scala estaba muy alto. De las 36 versiones que ha acogido –la primera en 1839, con la mismísima Giuseppina Strepponi, futura mujer de Verdi–, no pocas fueron históricas: Arturo Toscanini y su soprano favorita, Toti Dal Monte, en los años 20; Karajan y Maria Callas en 1956; Claudio Abbado y Renata Scotto en 1967. En la primavera de 2023, el teatro milanés volvió a poner toda la carne en el asador con una nueva producción que debía haber inaugurado la temporada 2021 (la pandemia obligó a posponerla).


Este jueves, Cines Van Gogh proyecta una grabación en directo de ese montaje. Como protagonista, la cubana Lisette Oropesa (1983). La soprano parece nacida para el bel canto no solo por su voz dúctil y a su virtuosismo técnico (impoluto fraseo, ‘fiato’ largo, soberbias coloraturas), sino también a su gran dominio del personaje, que potencia sus agudos afilados y sus bellos ‘pianissimi’. Junto a ella, el mejor tenor posible: el peruano Juan Diego Flórez, que debutó como el ardoroso Edgardo en Barcelona en 2018 y continuó en Viena en 2021, siempre con su característica elegancia, expresividad y emisión brillante.


Por si no fueran suficientes atractivos, desde el foso el maestro Riccardo Chailly (1953) recuperó la versión integral de la partitura de Donizetti, de 1835, sin cortes. Fue la primera vez que en Milán se escuchaba la armónica de cristal (que suele sustituirse por una flauta) en la célebre escena de la locura de la protagonista, lo que potenció el tono fantasmagórico. El responsable musical de la compañía lombarda –a la que llegó tras liderar durante décadas la orquesta del Concertgebouw de Amsterdam y la Ópera de Leipzig– volvía a Donizetti después de su Don Pasquale de 2018, y ofreció una lectura dinámica y llena de brío.

 

Imagen lucia
Cartel de la ópera de Donizetti.

La dirección escénica la firmaba el experimentado Yannis Kokkos (1944), dos veces ganador del Molière y una del Laurence Olivier. El griego llevaba décadas sin pisar La Scala, tras las aplaudidas ‘El ocaso de los dioses’ (1998) e ‘Ifigenia en Áulide’ (2002). También responsable de los decorados y el vestuario (muy sobrio), buscó las tonalidades oscuras y opresivas –propias del contexto gótico de la acción– gracias a un logrado juego de luces y un decorado despojado y esencial. Para separar ambientes, empleó paneles.

 
Con ‘Lucia’, estrenada en Nápoles en 1835, Gaetano Donizetti (1797-1848) se consolidaba como el principal embajador de la música italiana, tras la muerte de Bellini y el retiro de Rossini. La escribió en apenas seis semanas, bajo presión, aprovechando que contaba con dos estrellas, la soprano ligera Fanny Tacchinardi-Persiani y el tenor Gilbert du Prez, más tarde famoso por «inventar» el do de pecho. Supuso el mayor éxito de su carrera incluso a pesar de un sinnúmero de imprevistos (la amenaza de cierre del auditorio, la censura, que prohibía los suicidios en escena…). Muy pronto se expandió por toda Europa: al público le fascinó su heroína romántica, como plasmó Flaubert en ‘Madame Bovary’.


La tragedia más famosa del genio de Bérgamo relata el amor imposible entre dos miembros de clanes enemigos. Junto a su libretista, Salvatore Cammarano –más adelante autor de ‘Il trovatore’, de Verdi–, adaptó ‘La novia de Lammermoor’ (1819), de Walter Scott, entonces uno de los escritores de moda, conocido por ‘Ivanhoe’. Situada en la Escocia del XVI, su ambientación gótica –cementerios, castillos–, sus elementos sobrenaturales, su naturaleza salvaje y sus emociones exacerbadas encajan en los ideales del Romanticismo. 


En cambio, la música resulta siempre agradable al oído, como exigían los cánones del bel canto, la corriente que dominó la ópera durante el primer tercio del siglo XIX. Aunque los personajes se detesten y en la acción se sucedan los conflictos, las melodías son hermosas y cantables, como en el sexteto ‘Chi mi frena’ e incluso en la escena de locura. No había espacio para las disonancias en esas voces siempre bellas y en armonía, terreno ideal para el despliegue de coloraturas –trinos, sobreagudos– con el que los solistas podían lucirse.
 

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