El lechón

Por José Javier Carrasco

10/08/2024
 Actualizado a 10/08/2024
| ANA CARRERA
| ANA CARRERA

En noviembre, al llegar San Martín, se sacrificaban los cerdos. Unas semanas antes, su padre compraba los tres lechones que los sustituirían. Se preparaba en la cochinera un lugar para ellos, separándolos mediante un tablón de los cerdos viejos que, en nada, serían pasados a cuchillo. Para que se encontraran a gusto se disponía un lecho de paja fina. De esa tarea se encargaba él. Hacía varios viajes hasta el pajar, y aunque toda la paja que acarreaba era semejante, pensaba que cada vez que cargaba el carretillo este recibía una lluvia dorada de partículas singulares. La distribuía sobre el suelo a puñados, a intervalos largos, en pausas metódicas en las que se mezclaba el cacareo de las gallinas. Cuando acababa de esparcirla se la quedaba mirando y creía que a fuerza de mirarla conseguiría convertirla en una paja maravillosa, única. Esperaba impaciente el día que los lechones ocuparan el espacio que había preparado con tanto esmero. Tan pronto como los tenía delante sabía si los tres saldrían adelante o alguno se quedaría en el camino durante el invierno, algo que era frecuente. Lo sabía por su forma especial de gruñir. A partir de ese momento, se concentraba en el que creía que terminaría muriendo. No porque quisiera ayudarlo a escapar de la suerte que adivinaba para él, sino porque sentía la premiosa necesidad de observar de cerca el proceso que lo conduciría a su fin. Cuando los lechones pasaban a ocupar el espacio libre que dejaban sus antecesores, aquel proceso dejaba de interesarle. Solo le atraía ver los primeros pasos del mismo, lo que ocurría los días que permanecían separados de los viejos. En aquel tiempo no se alejaba mucho de la cochinera. Nadie le preguntaba nada y él se mantenía alerta, atento al trajín de los cerdos. Entraba tan pronto como escuchaba el gruñido especial que le había llamado la atención, el que anunciaba un destino infausto. Miraba con detenimiento los movimientos del lechón, envuelto por una luz difusa que le obligaba a forzar la vista. Fijaba aquellos movimientos en su memoria y los repasaba después, cuando estaba en la cama, antes de dormirse. Evolucionaban de acuerdo a lo ocurrido en años anteriores, sin apenas variaciones, como si se repitiera el mismo guion. Comprobar que nada escapaba a lo que parecía un plan preestablecido le producía curiosamente una sensación de seguridad. Idéntica a la que le producía la mano de su padre posada en su hombro. La verdad es que el lechón le despertaba también un sentimiento de ternura. Verlo hozar en el comedero con movimientos aún inseguros le conmovía tanto como ver mamar a un ternero o los juegos de los cachorros de perro, pero eso no quitaba para que lo observara también de otra manera, como su madre le observaba a él en ocasiones, se diría que con pena, una pena honda e incurable. Creía saber a qué se debía aquella mirada. Él no era un niño como los demás. Los otros niños se burlaban de él o le rehuían; además, iba retrasado en la escuela. Le costaba lo indecible aprender y el maestro, cuando le tomaba la lección, le miraba como su madre, paciente y apenado; aunque con un débil brillo de esperanza en los ojos. También él estudiaba a veces al lechón así, tratando de descubrir en su forma de gruñir algún cambio que permitiese aventurar que al final acabaría logrando escapar a su suerte. A veces, pocas, había ocurrido. Sin embargo, aquel brillo que asomaba en los ojos de su madre o del maestro, duraba un instante y era sustituido por la misma negra tristeza de siempre y una expresión de desengaño, a la que había terminado acostumbrándose. Lo mismo le ocurría a él con el lechón, la débil llama de la esperanza terminaba esfumándose al prestar atención y oírlo gruñir como siempre, como un condenado. Se diría que una corriente de aire irrumpía desde alguna parte, sin que nadie pudiera impedirlo, para dejar invariablemente el mundo a oscuras. 

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