Ha dicho Tomás Sánchez Santiago que su último libro, ‘Años de mayor cuantía’ (Eolas), no es exactamente unas memorias. Incluso lo subtitula con una explicación entre corchetes que añade: «Memoria y fábula». Tal vez ha querido ser honesto y reconocer que hay partes puestas por la inventiva, quizá le atacase el rubor al encontrar los recuerdos hechos letra en las páginas aún tiernas del papel recién impreso; pero lo cierto es que al leer esas páginas uno piensa lo mismo: que no son unas memorias suyas sino las memorias de todos.
El libro que acaba de alzarse con el premio nacional Tigre Juan en Oviedo –destacando entre 87 obras ya editadas– es, en efecto, una composición colectiva en la que hablan los que vivieron las historias recogidas en el texto y se las contaron al autor, una galería de personajes que caminan con la novela de sus vidas a cuestas, sobre todo historias que no iban a tener historia hasta que las ha recogido su pluma. El escritor busca entre los restos del tiempo, que son los de su memoria, para salvar lo que ha existido y desaparece haciéndolo literatura, aunque la literatura también se olvide.
Los indefensos, los locos cotidianos, los tontos que marchaban detrás de los desfiles, aquel que abrazaba a la gente por la calle sin motivo, los inquilinos del frenopático que le dibujaban semanalmente jeroglíficos para que los resolviera, la convivencia hospitalaria con un enfermo de cama a cama… Y los relatos con la franca sinceridad de los hechos, a salvo de maniqueísmos: El maestro republicano estrangulado en los baños del casino y al mismo tiempo el cadáver tiroteado con el rosario de católico metido en la boca; o aquel a quien querían matar los de los dos bandos, en la guerra fratricida nuestra, por ir a misa y por contratar a la vez obreros anarquistas…
Todo el libro se despliega como un gran documento de la vida en provincias durante una prolongadísima, gris y plomiza postguerra, llena de relatos orales.
Es Tomás Sánchez Santiago un escritor de las cosas pequeñas que se agigantan en sus letras. Su premio se lo dan a un amante de la literatura y de la vida, a dos, contando al editor del libro, el incombustible Héctor Escobar, con cuya energía se podrían cargar las baterías de docenas de escritores decaídos; pero sobre todo se lo dan –en un tiempo en el que se editan tantas tonterías– a la literatura misma.
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