La Llave, novela por entregas 2/22

Por Cristina Flantains

02/08/2024
 Actualizado a 05/08/2024
| ROSA BERLANGA BENITO
| ROSA BERLANGA BENITO

En el capítulo anterior:
El domingo por la tarde, Pilar sesteaba en su casa recuperándose del exceso que ha supuesto salir el sábado por la noche y haber llegado tarde a casa. Ha salido con su amante, Daniel, aunque habría preferido quedarse en casa. 
Mientras sesteaba, repanchingada en su sofá, alguien llama a la puerta con mucha insistencia, pero a Pilar no le apetece abrir, es más, le molesta profundamente esta alteración no prevista de la paz dominical.
La Ilustración de esta segunda entrega de ‘La Llave’ es de Rosa Berlanga Benito. 


Un poco antes de la diez llegaron al Brulé. Daniel le ayudó a quitarse el abrigo y se sentaron a la mesa. Estaban callados y callados siguieron mientras hojeaban la carta. Hacía tiempo que no les resultaba incómodo estar en silencio y, es más, Pilar disfrutaba sin tener que hablar, aunque no sabía si era Daniel quien lo provocaba o era que ella, ya en un punto sin retorno, no necesitaba contarle nada. Se regodeaba en aquellos momentos de silencio en compañía de su amante. Era, quizá, una venganza por todos los parlanchines que hablaban por hablar con los que había compartido su vida, incluso era, también, una venganza contra ella misma, contra aquella mujer que un día creyó, ahora ya sabía que no estaba en lo cierto, que hablando, argumentando sobre una idea, se puede llegar a comprenderla. 

Así que silencio hasta que llegase la necesidad de hablar; silencio y dejar que los gestos se explayasen. Y esa era la máxima en aquel momento exento de mérito, pues la certeza del ruido habitaba en el renglón siguiente. 

- ¿Ya han pensado lo que van a tomar?

«¿Lo habíamos pensado?», palabrería pura, por supuesto que no, y el camarero lo sabía, o por lo menos debería saberlo, pues una cosa es elegir y otra pensar en esa elección. 

Mientras se duchaba, Pilar recordaba que Daniel estaba animado. Lo notaba solo con verle y también en cómo le rozaba la mano o en cómo se dirigía a ella. Intentó recordar, sin éxito, si había cambiado después de darle la llave, en el postre. 

- Ya va siendo hora de que tengas la llave de mi casa.

Que era lo mismo que decir: Ya va siendo hora de que no sea necesario salir del sofá de chenilla verde, tan limpio, tan amoroso, tan cómodo. Él las recibió sin inmutarse y, tras guardarlas en el bolsillo de la chaqueta, urgió a acabar la cena y a ir a la Pensión Román.

¿Era posible que darle la llave hubiera desencadenado aquella prisa? 

Los largos pasillos de la pensión acumulaban puertas a derecha e izquierda, siempre con luces a medio gas para disimular la suciedad de sus rincones, donde el ruido de un portazo era parte de una historia mal contada, mal imaginada, mal planeada. 

Llegaban, Daniel se quitaba la ropa con prisa y la dejaba tirada en el suelo, de cualquier manera, luego se tumbaba desnudo en la cama y, a menudo, ya excitado. Ella se quitaba la ropa lentamente y, a pesar del frío, se deshacía de las medias con cuidado y emparejaba los zapatos debajo de la silla en la que iba colocando minuciosamente: la blusa o el jersey en el respaldo, la falda o el pantalón sobre el asiento. Viendo la silla cargada con su ropa cualquiera podría pensar que la felicidad de Pilar era algo parecido a esa silla.

Cerró el grifo y escuchó, atentamente, pensando en el timbre y en que había pasado el tiempo suficiente para dejar el asunto zanjado, aunque volvieron las dudas: quizá debería haber abierto. «¿Y si hubiese sido su hijo Andrés? ¿Y si hubiese sido Daniel?»

Los dos tienen llave, pensó, y, además, le habrían llamado al móvil, así que, envuelta en una toalla buscó sin éxito su móvil. Se acercó al teléfono fijo, que estaba al lado de la televisión, aún encendida y no había llamadas perdidas. Llamó a su móvil y lo localizó en el bolso. Tampoco había llamadas perdidas. 

Eran las nueve de la noche. Volvió al cuarto de baño pensando que Andrés ya debería estar en casa, pues madrugaba para ir a la Facultad. Y, en mitad del pasillo, con el teléfono en la mano, con la cabeza ocupada en Andrés y en Daniel, en el timbre que había sonado, pero ya no sonaba, en sujetarse la toalla, oyó el ascensor parándose en su planta. «Será el vecino que llega o se va, ahora oiré el golpe de la puerta al cerrarse y el silencio otra vez».

Pero no fue así. Se acercó con sigilo y antes de encararse a la mirilla volvió a sonar el timbre, tan cerca que le pareció que estaba dentro de ella. Un chorro de adrenalina se liberó en sus venas invitándole a salir corriendo, a huir, y en el revuelo se golpeó contra la pared tropezando con el baldosín suelto del pasillo, que albergaba la intención fallida de ser arreglado desde hacía mucho tiempo, y que la delató. Ahora estaba segura de que la persona que estaba al otro lado había tenido que oírla, que tendría la certeza de que había alguien en la casa. Estaba ya segura de que no eran ni Daniel, ni Andrés, puesto que habrían reaccionado golpeando la puerta con los puños y gritando para que les abriera. Le entró un pánico enloquecedor. 

Corrió hacia la habitación pensando que lo mejor era acabar cuanto antes. Se vistió rápidamente mientras el timbre sonaba una y otra vez, pero cuando consiguió llegar a la puerta y abrirla el ascensor estaba bajando. 

- Mierda.

Murmuró, al tiempo que, en pleno ataque de risa nerviosa, comenzaba a sentirse ridícula. 

«No espero a nadie», se decía mientras preparaba un bocadillo y una cerveza para cenar. Quería olvidarse de todo, así que se acomodó en el sofá y puso la tele para ver una película. Concentró su atención en la película, que era de amor, y se sumergió en la historia sin dificultad, sonriendo cuando había que sonreír y llorando cuando tocaba llorar gruesos lagrimones que estallaban sobre la bandeja llena de migas. «Te quiero». Se lo dicen tantas y tantas veces... ella no se cansaba de oírlo. «Te quiero», dulce y tibio, divino, «te quiero», al tiempo que las lágrimas corrían por sus mofletes hinchados mientras masticaba. «Te quiero». «No espero a nadie». Cada fotograma que pasaba conseguía que le importara menos no esperar a nadie. 

El timbre volvió a sonar y el sobresalto fue tal que la bandeja se le cayó al suelo. Por un momento, se arrepintió de no haber abierto en la primera ocasión, maldiciendo porque Andrés no estuviera en casa para que resolviera el.

- ¡¿Dónde se habrá metido este chico?! Gritó, ya sin remilgos ni cuidado. 

De rodillas, en el suelo Pilar, recogía los restos de la cena. Quien llamaba sabía que estaba en casa, sin duda. 

Con los puños apretados, se dirigió hacia la puerta. 

- Más vale que sea algo muy, muy importante.

Y, a medida que se acercaba, oyó cómo al otro lado manipulan la cerradura de la puerta. Se paró en el pasillo en alerta total. El pánico trepó por ella y le parecía oír una respiración al otro lado. Un ruido metálico se deslizó por el suelo hasta la mitad del pasillo, el ascensor volvió a funcionar y Pilar volvía a estar sola, inmóvil, con la mirada fija en el suelo y muy asustada. 

Con la mano en el pecho, intentando controlar el galope desmedido de su corazón, encendió la luz. Lo que recogió del suelo era una llave, la de su casa, la misma que abría la puerta que ella no había querido abrir y quien quiera que fuera tampoco. No entendía nada. 

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