Mi querida lectora, mi querido lector: ¡Bienvenidos a ‘La Llave’!
La acción de esta historia escrita por Cristina Flantains se desarrolla a lo largo de cuatro días: viernes, sábado, domingo y lunes en la ciudad de León. Son cuatro intensos días de noviembre.
Es una historia de hombres y mujeres que transcurre bajo los auspicios de cinco llaves para una sola puerta. Hay amantes, amigos, odios, llantos… una historia con pocas alegrías.
Hoy es domingo por la tarde y Pilar te espera en su casa mientras sestea desparramada sobre su sofá de chenilla verde.
La Ilustración de esta primera entrega es de Rosa Berlanga Benito.
Las tardes de los domingos son como el espacio que hay entre dos pensamientos consecutivos, como el sempiterno proceso vital con el que se concatena un día tras otro, y otro, y otro… hasta el infinito y más allá.
Pilar sesteaba sobre un sofá verde oscuro de chenilla muy limpio y desgastado. El frío arreciaba en la calle y en la televisión, muda, acontecía un frenesí de historias sin ruido que, sobre la pared blanca, simulaban una delirante danza de luces y sombras, un loco baile, que vigilaba un arlequín colgado por las sisas bajo un gorro bicolor de tres picos. Silencio y resaca de domingo en la sala de estar.
Abrió los ojos y se incorporó con pereza redirigiendo su atención hacia la pantalla del televisor. La bata de paño rosa retorcida alrededor de su cuerpo, el cabello despeinado, los pies embutidos en unos calcetines casi rotos, bostezó larga y repetidamente, buscó el mando del televisor y subió el volumen.
¿Serían las siete, las ocho? Tras las cortinas, las luces de la ciudad alcanzaban la ventana a duras penas. Imaginó que, detrás de los cristales, el cielo estaría cuajado de estrellas, que ya se habrían encendido las luces de los escaparates y que las personas andarían deprisa, abrigadas. Era noviembre y hacía mucho frío. Volvió a bostezar sacudida por un escalofrío. Durante un instante, vio reflejada su imagen en el cristal de la ventana y todavía tenía restos de carmín y rímel en la cara, sombras de la noche anterior atrincheradas en su rostro. Formó un círculo de vaho sobre el cristal y sonrió mientras, con la punta del dedo, comenzó un trazo curvo que bien podría haber sido el inicio de un corazón, pero que acabó siendo una espiral interrumpida con un trazo brusco por el inesperado sonido del timbre, que la sobresaltó; un temblor fue el culpable de esa curva alterada contra todo pronóstico.
Tan inesperada fue la llamada que Pilar dudó sobre si el timbre había sonado o se lo había imaginado. Tan breve había sido, tan inoportuno, tan fuera de lugar… Y es que, no esperaba a nadie ¿Quién hace visitas un domingo por la tarde? bueno, en realidad, quién hace visitas hoy en día. Nadie, pensó. Aún no había terminado de discernir si el sonido era real o imaginado, al tiempo que pasaba la manga de la bata rosa por la malograda espiral, cuando volvió a sonar prolongadamente. Había que asumir que alguien estaba llamando y el malestar que le producía fue determinante para tomar la decisión de no abrir.
Además, no estaba presentable. Se había acostado a las tres de la mañana. Bajo la bata rosa llevaba el pijama. Pero, ¿y si era algo urgente?
Pensó en Andrés, su hijo, que estaría a punto de llegar, pero él tenía llaves; y pensó también en Daniel, su novio, ¿podría ser Daniel? pero también tenía llaves, pues justo la noche anterior se las había dado.
Así que, se trataba de fingir que en la casa no había nadie y con ello disuadir a quién estuviera llamando de seguir haciéndolo y pronto comprendería lo inútil de su intento y se iría, pensó. Se dirigió, sin hacer ruido, al cuarto de baño. Cerró la puerta con sigilo, se miró al espejo y se encontró de nuevo con su desastrada imagen: el pelo revuelto, el rímel corrido haciendo el efecto de una profunda ojera alrededor de sus ojos, los restos de carmín en sus labios blanquecinos, un aspecto detestable que, cada vez más a menudo, se interponía entre ella y ella. Abrió el grifo del agua caliente y el espejo se fue cubriendo de vapor anegando la imagen y alegrando su ánimo; se sentía más cómoda sin verse. A salvo de su propia presencia, y a punto de deshacerse de los últimos indicios que había dejado la noche anterior, volvió a pensar en Daniel. Dudó si darle la llave habría sido una buena idea. Para ella era un gesto de confianza, pero Daniel no había mostrado el más mínimo entusiasmo. En realidad, había sido decepcionante.
Llevaban dos años saliendo. Al principio, se veían un par de veces al mes y, poco a poco, llegaron al encuentro semanal y a la conversación telefónica diaria.
Se quitó la bata y se arremangó el pijama para lavarse las manos sin mojarlo. No tenía intención de quitárselo hasta el día siguiente, demasiada desidia, pero percibió un fuerte olor a sudor, como si su estado de ánimo comenzara a aflorar por cada poro de la piel y un abismo de dejadez le llamara desde el fondo de un acantilado.
El timbre volvió a sonar, prolongadamente y con insistencia, como gritando: «Abre, abre de una vez». De pronto, en su cabeza se agolparon: la llave de Daniel, el timbre sonando, su imagen de muñeca rota intentando emerger desde el fondo del espejo y aquel maldito olor a sudor y, en un arrebato de violencia, se imaginó tirando algo contra el espejo, saliendo y gritando a quien estuviera detrás de la puerta: ¡vete! ¡vete para siempre!, ¡no vuelvas nunca más! Pero siguió sentada en el bode de la bañera, reafirmándose, neciamente, en su decisión de no abrir. Con las palmas de las manos presionaba sus oídos, quería ser sorda; contenía, con la boca fruncida, un potente y prolongado grito
– ¡Váyase a la mierdaaaaaa!
Abrió el grifo de la ducha, se desnudó casi arrancándose la ropa y se metió bajo el chorro de agua caliente: «llama, llama, qué no te pienso abrir». Sus pensamientos se fueron ordenando bajo el agua, que mitigaba el sonido del timbre. Daniel volvió a cobrar protagonismo y la noche anterior regresó a su cabeza como si fuera una sucesión de fotogramas.
Reconocía que, después de dos años, había síntomas de hastío, incluso, de fastidio, sobre todo cuando se sorprendía pensando: «Con lo que tengo que hacer y que ahora me tenga que arreglar para salir» o «con lo a gusto que estoy en casa, por qué no nos podemos quedar aquí», pero no se atrevía a sugerirlo, como si hacerlo supusiera un paso que aún no tocaba dar; no estaba segura de que esa indecisión dependiera solo de un superficial «me apetece», o «no me apetece», además… igual era a él a quien no le apetecía, pero verbalizarlo podía desbaratarlo todo, así que, siempre que quedaban, ella repetía el ritual de acicalarse con la entrega de quien quiere ignorar que será, de nuevo, una cita predecible: unos vinos por el Barrio Romántico, donde si se encuentran con alguien, la conversación se volverá, incluso, divertida, cena y acabar en la pensión Roman.
La tarde anterior se habían tomado solos un par de vinos por el Barrio Romantico. Daniel había reservado para cenar en el Brulé. Pateaban las aceras en perfecta armonía, él la agarraba por el hombro y, de vez en cuando, la apretaba contra su costado en un gesto tierno. Ella, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, acomodaba su paso al de Daniel y se dejaba querer encantada, aunque siguiera pensando que esa noche hubiera preferido quedarse en casa.