En capítulos anteriores:
El domingo por la tarde, alguien ha metido por debajo de la puerta de la casa de Pilar, su propia llave. ¿Quién ha podido hacer eso? Pilar está preocupada y muy desconcertada
El sábado por la noche, Pilar le había dado una llave de su casa a su amante, Daniel, en el transcurso de una cena
Andrés, el hijo de Pilar, es el amante de Domi, la novia de su padre. El embrollo es tal que decide quitarse del medio, marcharse muy lejos sin contar con nadie; solo lo sabe su amigo Luis quien, llegado el momento de la partida, le acompaña a la Estación.
Andrés, agradecido a su amigo, le regala, como recuerdo, un llavero precioso, su llavero, del que cuelga la llave de su casa. También entrega a Luis una nota para Domi y le pide que se la lleve. Y es allí, en casa de Domi, donde pierde la llave que, posteriormente, Javier encontrará empezando a atar cabos…
El domingo por la tarde Daniel y Martin se encuentran, Martin le quita la llave a Daniel en un arrebato de celos y comienza a urdir un plan para vengarse de Pilar. Entre tanto Daniel ha puesto en práctica un plan para eludir su responsabilidad en el caso de que Pilar descubra que Martin le ha quitado la llave. Ambos planes los lleva a los dos al mismo sitio, a la casa de Pilar cuando ella no está.
Y ahora mi querido lector, volvemos con Domi y Javier.
La Ilustración de este texto es de Marifé Gil Vicente.
La tarde del domingo menguaba, como con prisa, como cerrando los ojos para no querer ver, como harta y cansada, como con la paciencia consumida.
- Vamos.
Fueron todas las palabras.
Se montaron en el coche y, aunque Domi no sabía a dónde iban, no estaba en su ánimo hablar, no preguntó, se abandonó a sus pensamientos confiada, mientras veía con indiferencia a la gente, las calles, los coches, las luces que, poco a poco, se iban encendiendo.
Oscurecía, al tiempo que daban vueltas por la ciudad sin rumbo aparente. Atravesaron la plaza de la Estación y no pudo evitar mirar el perfil de Javier. Estaba segura de que él no sabía que Andrés se había ido, era imposible que lo supiera. Luis le había dicho que solo lo sabían ellos dos.
De buena gana habría saltado del coche y tomado otro tren: el mismo, ya imposible. Estaba realmente desanimada. Durante unas décimas de segundo sopesó lo que le supondría correr detrás de aquel muchacho y volver a llegar, con él, a ninguna parte. Suspiró profundamente y encendió un cigarro. Volvió a mirar a Javier. La Estación quedó atrás mientras comenzaba a asumir que aquella tarde sería eso: ella y Javier dentro de un coche, nada más. Tomaron una de las salidas de la ciudad. El tráfico fue disminuyendo y la luz, el ruido y la urbe quedaron abducidas por la oscuridad.
- ¿Dónde vamos?
Desde el parabrisas delantero solo podía verse un tramo de carretera, el que iluminaban los potentes focos del coche. El asfalto gris, festoneado por las rayas continuas de los arcenes, se deslizaba a 90, 100, 110 km por hora. La noche era oscura y fría. Domi puso atención a la carretera buscando indicios que le advirtieran del destino. Era una carretera secundaria, estrecha y sinuosa, con indicaciones continuas de curva peligrosa y limitaciones de velocidad a las que Javier no hacía caso. Desde las ventanillas se presentía un paisaje vegetal que a ratos se dejaba ver, comiéndose el borde de la carretera en una reconquista sin mucho sentido.
- ¿Dónde vamos?
El cielo estaba despejado y cuajado de estrellas. El termómetro del coche marcaba menos cuatro grados en el exterior
- Enciéndeme un cigarrillo, anda, cielo.
- ¿No vas a decirme dónde vamos?
Tomó el paquete de la bandeja del salpicadero y se dispuso a cumplir su deseo. Él, atento a la carretera, sin mirarla, extendió la mano y le agarró la pierna, al principio, suavemente, mientras con una sonrisa inquietante pronunció:
- No te preocupes cielo.
Pero luego, apretaba con sus dedos poderosos
- Suéltame, Javier, me haces daño.
Apartó bruscamente la pierna y le golpeó en la mano mientras él se carcajeaba. Nada iba bien. La carretera estaba desierta y Javier, confiado, conducía prácticamente por el medio, menos en las curvas, que apuraba su carril al máximo. De nuevo deseaba bajarse del coche, ya. Odiaba esa forma absurda de jugarse la vida a toda velocidad y el riesgo, inminente, de que apareciera otro coche de frente la estaba poniendo enferma. Le miró con intención de sugerirle que dejase de jugar y se dio cuenta de que la estaba observando, de que no perdía detalle con el rabillo del ojo, posiblemente, desde que salieron de casa.
Agarrada al asidero de su puerta, para sujetarse bien en las curvas, intentó pensar, reorganizarse. El hecho de que la estuviera vigilando la alertó. Encendió la radio, como si el ruido la pudiese salvar de algo. Necesitaba ganar tiempo para saber qué estaba pasando. No había terminado de retirar la mano y Javier, en un ademán rápido y preciso, la apagó.
- ¿No me enciendes el cigarro?
Al tiempo que le preguntaba, sacó la llave de Andrés del bolsillo y las colgó del espejo retrovisor. Domi, al verlas, sintió cómo la sangre abandonaba sus miembros y se agolpaba en su estómago. No podía ni respirar, pero disimuló, como que no las veía, que no se enteraba, como que no sabía nada.
- Sí, se me había olvidado. Ahora mismo.
Lo dijo en un tono demasiado sumiso, artificiosamente complaciente, tomando, al fin, conciencia de la realidad. Sacó un cigarro del paquete y lo encendió intentando no embadurnar la boquilla de carmín. Se lo acercó a la mano del volante mientras seguían a toda velocidad.
- ¿Queda mucho para llegar?
No hubo respuesta. Solo el ruido del motor trepando por el asfalto y la llave pendulando enfrente del espejo, el humo del cigarrillo y sus ojos asustados. Javier ahora parecía ausente.
- ¿Por qué pones eso ahí? Te va a distraer de la carretera
Se lo dijo fingiendo no tener ni idea de qué llave era, mientras extendía la mano para cogerlas. Él, con en una mueca cínica y desalmada, contestó
- Ni se te ocurra tocar eso.
Dio una profunda calada y al sacar el cigarrillo de la boca, se repasó los labios con la punta de la lengua. Le gustaba el sabor del carmín que usaba Domi y ella lo sabía, pero esta vez no encontró ni rastro; ya se había encargado Domi de no darle ese gusto. Se acercó el cigarro, de nuevo, volviéndolo a buscar sin resultado.
- Bruja.
Dijo, como quien da las gracias, y ella no se resistió a contestarle en la misma clave, entendiendo de qué hablaba.
- Mamón
Estaba terriblemente serio. Y, tras esas palabras, aumentó la velocidad mientras quitaba la llave del retrovisor y se la volvía a meter en el bolsillo de la chaqueta ya seguro de que Domi las había visto y empezaba a comprender de qué iba aquella tarde.
Casi no había terminado de pronunciar aquel “mamón» y Domi ya se había arrepentido de no haber puesto todos sus labios sobre la boquilla al encenderlo. Sujetando el cigarrillo entre los dientes rio como un loco. La noche, sus carcajadas asmáticas de fumador empedernido, la carretera, la luz sobre el asfalto gris y, de fondo, la oscuridad inexpugnable.
Al fin se veía algo al final de una recta. Ahora iban muy despacio, como si ya no le apeteciera estar allí y estuviese valorando darse la vuelta o, como si se hubiese convertido en el conductor más responsable del mundo. Buscaba algo en el paisaje, dilatando la impaciencia y los temores de Domi, afianzando su ventaja en un complicado juego de estrategia del que solo él sabía las reglas.
Entraron en lo que parecía una aldea con un aspecto general de abandono. El alumbrado era precario y ni siquiera se oía el ladrido de los perros. Hubiese preguntado dónde estaban, pero para qué, al parecer, aquella noche no había respuestas. Le costaba imaginar que allí pudiese haber nada.