'La Llave', novela por entregas 4/22

Por Cristina Flantains

06/08/2024
 Actualizado a 06/08/2024
| ROSA BERLANGA BENITO
| ROSA BERLANGA BENITO

En capítulos anteriores:
Es domingo por la tarde, mientras Pilar sestea sobre el sofá de la salita de su casa alguien llama, insistentemente, a la puerta. Decide no abrir a pesar de eso, o precisamente por eso, la persona que llama introduce una llave por debajo de la puerta y se va. La llave resulta ser la de su propia casa. 
Al mismo tiempo descubre que su hijo Andrés se ha ido de casa. ¿Tiene Andrés algo que ver con las misteriosas llamadas y con la llave? Está muy preocupada y desconcertada. Llama a Daniel, su amante, y le pide que la acompañe y consuele.

La Ilustración de esta cuarta entrega es de Rosa Berlanga Benito. 


Hacía ya un rato que Andrés se había despertado, pero seguía en la cama, inmóvil, con los ojos cerrados, intentando ganarle unos minutos más a la serenidad del sueño. Ya era tarde y el sol de mediodía se filtraba por las ranuras de la persiana. En un haz de luz que se posaba en su mano, se definía con pereza el movimiento de algunas chispas de polvo suspendidas en el aire manso de la habitación. Los párpados vibraban, ya incapaces de rehilar el sueño, ante la insistencia que Andrés ponía en mantenerlos cerrados.

Miró el reloj. Eran las doce de un sábado como otro cualquiera y aún le quedaba tiempo antes de que su madre volviese del trabajo. Se ducharía y pondría la mesa mientras espera. 

De una patada, retiró la ropa de la cama y se incorporó con desgana. Tenía la cabeza cargada y los oídos le pitaban, así que se dirigió a la cocina a desayunar, deteniéndose en el baldosín suelto del pasillo. Lo esquivó sin evitar regresar y pisarlo varias veces en un gesto juguetón y gamberro que le devolvía a su infancia. Le divertía el don que tenía aquel pedazo de piedra suelta y su capacidad de sobrevivir atrincherado en el pasillo. Andrés quería agotar su sonido chivato para siempre, pero de nada servía abrir la puerta de la calle con sigilo, o salir de la habitación de puntillas, porque el baldosín conseguía siempre atraerle sonando a su paso. Lo echaría de menos. 

Le dolía la cabeza. Como gotas que se precipitan, una a una, los recuerdos de la noche anterior comenzaron a aparecérsele envueltos en alcohol, humo y música. Miró por la ventana intentando entretenerse mientras tomaba un vaso de leche con un ibuprofeno. El día era luminoso y, sobre las chimeneas humeantes de la ciudad, el cielo estaba azul.

Ya en el baño, mientras abría el grifo de la ducha, se acercó la camiseta a la cara y aspiró profundamente encontrando el aroma que buscaba y respiró como si fuera el aire que le falta a quien va a morir ahogado. El aroma de Domi siempre era una mezcla de perfume, tabaco y algo salvaje e irresistible.

Se vació de emociones en la sensación de bienestar que le procuraba el agua de la ducha, recorriendo su cuerpo desde el cabello hasta la punta de los pies. Cerró los ojos disfrutando del mejor momento del día, tal y como su padre le había enseñado. Desenterró de su memoria el recuerdo frente a él, siendo aún muy niño, con los brazos mojados y las manos llenas de espuma vigilando que no le quedara jabón en el pelo, recordándole que se esmerase en las orejas, en el cuello, haciéndole torres de espuma en la cabeza, riéndose.

-  Y ahora aclárate bien, cierra los ojos y deja que el agua te cubra todo el cuerpo desde la cabeza, que resbale por la piel ¿la sientes por la espalda?, ¿la sientes golpeándote en la nuca? Estate calladito un rato, quietecito. Siéntela, Andrés, siéntela.

 Se lo decía bajito, casi al oído, para que el estruendo del agua no arrastrase sus palabras por el desagüe.

- Siéntela, hijo, y no pienses en nada más.

Y se ponía serio y la sentía, claro que la sentía. Él sentía como el niño que era. Ya hacía de eso, casi quince años, ¿Dónde se había quedado la luz, el reflejo luminoso que cada gota había depositado en su memoria? ¿Dónde se había quedado aquel tiempo en el que el agua era un bajel de pioneros y su cuerpo la tierra prometida? 

Cerró los grifos. Reconoció, mientras se secaba enérgicamente, que pocas cosas le había enseñado su padre con tanto acierto. Ojalá le hubiese enseñado también a trasladar esa magia al resto de su vida. Ojalá la evocación de Javier, su padre, no fuera hoy el resumen de su complicada y retorcida, hasta la desesperación, realidad.

Cuando, por fin, se había encontrado con Domi la noche anterior, la de viernes, ya eran las tres de la madrugada. Él llevaba dos horas con el teléfono móvil en la mano porque tenía miedo de no oírlo cuando sonara. Y cuando sonó, corrió a la calle para poder oír su taconeo apresurado y solitario por la acera, su voz jadeante, las palabras que le llegaban entrecortadas, cargadas de nocturnidad. 

- ¿Dónde estás?

- En River, al lado de la Estación

- En un segundo estoy allí.

Oyó cómo se cerraba la puerta del coche al final de la llamada porque había colgado para no perder un segundo en decir nada más. No le dio tiempo a preguntar dónde había dejado a Javier o por qué se había retrasado tanto. Sólo pensó que en unos minutos se iban a encontrar. 

Volvió a entrar en El River. El ruido era intenso, la luz tenue, el ambiente cargado y los veinte minutos que tardó en verla entrar por la puerta se le hicieron eternos, como una condena. Mientras se acercaba, decidió no decirle que al día siguiente se iba, que tiraba la toalla, que no podía más, esperanzado en no turbar el ímpetu del abrazo, del beso… de la última noche que iba a estar con ella.

Descalzo y desnudo volvió a su habitación. Cogió una camiseta y unos vaqueros y, mientras se vestía, buscó la bolsa de deporte grande que estaba encima del armario. Hizo la cama y después el equipaje. Metió hasta la ropa sucia y volvió a buscar a Domi entre los pliegues de la camiseta que se había puesto el día anterior. Y la volvió a encontrar y la volvió a desear y se preguntó, lleno de desesperación, si Javier la desearía tanto como él. 

Y volvió otra vez a la noche recién amanecida, otra vez a su pelo, a su aroma, al sabor de su carmín, a su piel blanca y templada. Volvió a verla llegar a El River bebida, despechada y violenta, a quererla besar y a ver cómo se apartaba.

- ¿No me quieres dar un beso?

- Dame una tregua corazón, que hoy ya he besado mucho.

Fue como un dardo envenenado.

- ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo?

No hubo respuesta. De Domi no se esperaban respuestas. Llamó al camarero y pidió una copa. Luego le tomó de la mano y salieron a bailar a la pista. Y se dejó llevar por su juego, suplicante y dócil, con paciencia infinita, esperando a que le concediese desandar los caminos que Javier había dejado en su cuerpo antes de él. Era un juego macabro y doloroso.

- ¿Cuándo le vas a dejar?

- Pronto, pronto, necesito un poco más de tiempo- respondió ella.

Se soltó de él abandonándose entre el ruido y el ajetreo. La noche transcurrió, malditamente. Andrés se arrepintió de haber quedado con ella aquella noche, por muy última noche que fuera. Se arrepintió de haberse saltado la promesa de no verla los días que hubiera estado con Javier y se arrepintió de haber cedido a las mil veces que ella le había dicho: Hoy no.

Metió la camiseta en la bolsa de deporte, nada de objetos personales, solo ropa y la dejó, ya cerrada, detrás de la puerta. Se sentó para escribirle una nota. Llevaban acostándose seis meses, encontrándose en garitos de poca monta y abrazándose en tugurios bajo los contrastes luminosos de luces de neón y nunca se había imaginado la despedida.

A las dos y media llegó Pilar, diminuta y enérgica. Él ya tenía la mesa puesta. Cuando oyó la llave, se levantó sin prisa y puso la comida a calentar mientras ella, gritando un saludo desde la puerta, se dirigió al dormitorio y luego al cuarto de baño.

- ¿Compraste el pan?

- Pensé que lo traerías tú.

- ¡Vaya por Dios! Pero es que todo lo tengo que hacer yo.

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