'La Llave', novela por entregas 6/22

Por Cristina Flantains

08/08/2024
 Actualizado a 08/08/2024
| ESPERANZA CARRETERO MARUGÁN
| ESPERANZA CARRETERO MARUGÁN

En capítulos anteriores:
El domingo por la tarde, alguien ha metido por debajo de la puerta de la casa de Pilar, la llave de su piso. Pilar desconoce quién ha sido y por qué lo ha hecho. Está preocupada y muy desconcertada.
El sábado por la noche, Pilar le había dado una llave de su casa a su novio, Daniel, en el transcurso de una cena
Andrés, el hijo de Pilar, es el amante de Domi, la novia de su padre. El embrollo es tal que decide quitarse del medio, marcharse muy lejos sin contar con nadie; solo lo sabe su amigo Luis quien, llegado el momento de la partida, le acompaña a la Estación. 
Andrés, agradecido a su amigo, le regala, como recuerdo, un llavero precioso, su llavero, del que cuelga la llave de su casa, que no quiere pues no piensa volver. Le pide a Luis que la tire él mismo y se quede con el llavero que tanto le gusta.

La Ilustración de este texto es de Esperanza Carretero Marugán. 

El tren empezó su viaje. La imagen silenciosa de Luis se quedaba sobre el andén y, tras el cristal grueso de la ventanilla, se fue quedando atrás como tantas y tantas cosas. Al cabo de un instante, la mirada de Andrés se perdió en un paisaje de inmediatez fugaz. En poco tiempo habría kilómetros entre ellos, entre ellos y entre todas sus demás realidades. 

A medida que el tren le ayudaba a poner distancia, se aliviaba algo su desasosiego, aunque le hubiese gustado paliar la ansiedad de otra manera que no fuera retorcerse en el asiento. Ya era de noche y al arrullo del artilugio metálico se fue abandonando a una única idea: no volver a pensar en ella nunca más, aunque, casi inmediatamente después de formular este deseo, se rindió al hecho de que cualquier mujer que se cruzaba en su camino sería comparada con Domi y que, cualquier asunto sería sometido a la evaluación de Domi, hasta la simpleza de elegir un jersey. Su evocación le resultaba inevitable. 

A la tarde de la despedida en la Estación le siguieron muchas tardes y noches en las que, hundido en el colchón de su nueva cama, con el móvil en la mano como si fuera un talismán, resistió la tentación de marcar su número. Cerrando los ojos, vencido por la evidencia, intentó recordar su cara y fue incapaz. Ojalá tuviese, al menos, una foto de ella. No la tenía, nunca la había querido porque, igual que ahora, se proponía no volver a recordarla, incluso cuando no fuera capaz de sacársela de la cabeza, hubo un momento en que se había jurado vivir su vida al lado de aquella mujer y por lo tanto no la necesitaría.

¿Servía de algo hacer planes? ¿Organizar el futuro desde este presente furioso y ambiguo? ¿Qué estaría haciendo Luis? Posiblemente se dirigía a casa de Domi a entregarle su carta. Y Domi estaría allí preparándose porque habría quedado con Javier, su padre. No le había advertido de que buscara un instante discreto y solo pensar que Javier pudiera interceptar su carta hacía que se le revolviese hasta la última célula de su cuerpo. Confiaba en Luis por encima de todas las cosas. Él sabría hacerlo bien, sin duda.

Miró el reloj. Si Luis había ido a casa de Domi inmediatamente después de salir de la Estación, estaría ya con ella o estaría a punto de llegar ¿Lloraría? ¿Se arrepentiría del bofetón que le había dado ayer para congelarle la impaciencia de tenerla entre sus brazos? ¿Le echaría de menos? ¿Sería capaz de disimular su disgusto ante los ojos de Javier? De esto último era de lo único que estaba seguro de que sucedería.

El andén se había quedado desierto en unos segundos. Se oían ecos de pasos y el siseo de las escaleras mecánicas. A Luis le parecía imposible que su amigo se hubiese ido. Todos esos días de preparativos que, inevitablemente, conducían a ese momento se le vinieron encima. En el fondo, nunca creyó que ocurriría. 

Se dirigió a la salida regodeándose en el sentimiento que le había dejado la despedida, sintiéndose como el personaje de una novela. Le asqueaba esa manera farandulesca de asumir la situación, pero no tenía más referencias porque era la primera vez en su vida que despedía a un amigo. No hacía ni un minuto que Andrés se había ido y ya quería encajar la ausencia en su cotidianeidad, aunque supiera que le echaría de menos. 

Metió el sobre y la llave en el bolsillo de la cazadora, arrancó la moto y puso rumbo a la casa de Domi. Trazó mentalmente el trayecto desde la Estación y, absorto en la elaboración de una estrategia, llegó a la calle de Domi con la cabeza vacía. Le gustaría encontrar una palabra que al ser pronunciada le doliera hasta hacerle doblar las rodillas. 

Llegó ante la puerta y aceleró dando un par de vueltas alrededor de la manzana. El ruido y la vibración del motor le calmaban. Al final, aparcó y con los ojos brillantes, el paso decidido y la voz firme, pulsó el botón del telefonillo.

- Soy Luis, el amigo de Andrés, ¿me abres?, tengo que hablar contigo.

- Me pillas mal, ahora no tengo tiempo.

Domi era así, categórica.

- Yo creo que tienes que hacerme un hueco en tu apretada agenda, Domi. Te traigo un mensaje de Andrés.

La puerta del portal se abrió y, arriba, le esperaba con la puerta abierta y seria.

- Es una imprudencia que vengas aquí.

- No me parece que seas tú la más adecuada para darme lecciones de prudencia.

Tenía una casa bonita, recogida y limpia. Le pasó a una sala pequeña, con algunos libros, un aparato de música y un par de sillones

- Qué quieres

- ¿Que, qué quiero? Una moto nueva, que me toque la lotería, que, en vez de haberse ido Andrés, te hubieses ido tú.

- ¿Cómo dices?

- Que Andrés se ha ido, acaba de subirse a un tren.

- Se puso de pie, retorcía las manos, cruzaba y descruzaba los brazos, se pasó la mano por el pelo, paseó hasta la ventana y, sin ni siquiera mirar a través de ella, se volvió a su sillón y se sentó. 

- Tu juguete se ha ido Domi ¿no te lo esperabas?

- No.

Intentó atrapar su mirada, pero Domi no estaba allí. Se recostó sobre el respaldo y esperó a que hablara. Ni una palabra, encendió un cigarro y, al fin, le miró.

- Bueno, y ¿qué más me tienes que decir?

La voz fría, la expresión dura, el ademán tranquilo, solo un atisbo de nerviosismo se desprendía de sus labios cada vez que apuraba una calada al pitillo.

- Nada más, me dio esto para ti.

Metió la mano en el bolsillo de la cazadora, sacó el sobre y, trabada, la llave que se quedó sobre el cojín del sillón, ignorada por Luis y por Domi, silenciosa, invisible.

- Bien, gracias, la leeré, pero ahora tienes que irte, en un momento llegará Javier.

Luis sonrió repanchigándose en el sillón, cruzando las piernas

- ¿No me invitas a un cigarro? ¿un café?

Por fin una mirada suplicante

- No juegues Luis, por favor.

Se levantó sin apartar los ojos de ella.

- Espero no volver a verte.

Por un instante, creyó ver en el rostro de Domi la huella del deseado castigo. Le acompañó hasta la puerta, en silencio, detrás de él y, al cerrarla, apoyada la espalda en la pared abrió el sobre:

«Mi queridísima Domi: mi tiempo se mide en los nombres de mi vida. A partir de hoy, quien quiera conocerme tendrá que saber el tuyo…».

Mientras continuaba la lectura, un hipo incontrolable agitaba su pecho: «Perdóname, perdóname, perdóname», era la letanía que daba tumbos en su cabeza, pero ya era demasiado tarde. Sonó el teléfono:

- ¿Sí?

- En media hora estoy ahí, procura estar preparada

- Vale, lo intento, pero…

- Si me vas a hacer esperar, pon la cafetera, que no he tenido ni tiempo de tomar un café.

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