Llevar el arte a la vida fue una de las obsesiones de las vanguardias de principios del siglo pasado, precisamente cuando ya la noción de este empezaba a tambalearse para disolverse al fin en una actividad difusa que abandonaría casi totalmente la función mimética, vencida por la fotografía en la gran misión de representar el mundo.
Esa línea fuerte del arte, que llegaba desde la cuevas prehistóricas de Altamira hasta principios del siglo XIX, dio paso a un espectáculo de la imaginación en el que los autores intentaron reinventar lo que parecía morir sin remedio, el arte como lo habíamos conocido a lo largo de los tiempos. Exploraron todo aquello que podría darle otro sentido, lo que asegurase que no había muerto aquel día en el que Niepce consiguió fijar en 1826, muy borrosamente, sobre un papel fotográfico los tejados de las casas que se veían desde su estudio. Los artistas que no abandonaron, los que no se pasaron a la fotografía, exprimieron todos los aspectos, todas las vías secundarias, el color, la luz, la expresión, el esquematismo, la abstracción, incluso ilustraron —los surrealistas— algo que era imposible retratar: los sueños.
Los de las vanguardias consiguieron levantar con entusiasmo la escena del agonizante arte tomando la parte por el todo, si no íbamos a tener una arte que capturase el espíritu de la época tendríamos piruetas del ingenio, momentos lúcidos, acres denuncias, rarezas que hiciesen nuestro tiempo distinto a todos los demás y la creatividad saldría de los museos para expandirse por la vida.
Todo eso se vino abajo con las guerras mundiales. Los dadaístas, que habían reaccionado con el absurdo al grave impacto de la gran carnicería que supuso la primera guerra mundial en la que se volatilizaron los últimos sentimientos heroicos, quedaron arrinconados en un nicho anecdótico de la Historia del Arte. Los futuristas, que habían visto más bello un bólido que la Victoria de Samotracia, muertos en el frente, en esa guerra que les había parecido buena como higiene del mundo, y sus pinturas en los museos que habían calificado como cementerios. Los demás resistieron lo que pudieron, enredándose los más avispados —cubistas, abstractos o surrealistas— en el comercio especulativo del arte.
La segunda guerra fue peor, incluyendo genocidios planificados. Hizo asegurar al pensador Th. W. Adorno que no podría haber poesía después de Auschwitz. Wolf Vostell (Leverkusen, 1932-Berlín, 1998), de quien se puede ver la exposición titulada ‘Vida = Arte = Vida’ en el Musac hasta el 26 de mayo, salió de ese mundo en descomposición, de esa Alemania hecha despojos físicos y morales; su recuerdo más trágico fue ver de niño, prendido entre las ramas de los árboles, el cráneo de un piloto cuyo avión de combate acababa de estrellarse cerca de su casa. Al final de la contienda recorrió a pie con su familia varios cientos de kilómetros de vuelta a Leverkusen observando todo un mundo desplomado.
Cuando se hizo artista entendió que no se podía hacer otra cosa que retomar las vanguardias, artistizar la vida o vivificar el arte, o ambas cosas en una. Las neovanguardias —a las que perteneció, como la del grupo Fluxus— tomaron los actos de las vanguardias históricas como experimentos, ensayos de laboratorio, que ellos iban a trasladar de facto a todos los ámbitos de la existencia, fuera de las galerías y museos; esa sería su metodología para sembrar vida en el asolado suelo de la mitad del siglo XX.
Un sencillo ejercicio psicoanalítico nos presenta el tema fundamental de su obra. La visión de aquel cráneo del piloto de la Luftwaffe balanceándose en las ramas es la imagen alegórica que fecundará su trabajo. Todo movimiento encuentra su colisión, la velocidad contiene su accidente, el avance su cataclismo. Una idea que desarrolló también el pensador Paul Virilio. La encontramos constantemente en sus principales creaciones, por ejemplo en el automóvil que Vostell hizo impactar contra un tren a 130 km por hora en 1963 y que se puede ver en uno de los patios del museo; o en su obra más emblemática, de 1997, ubicada en el exterior del fascinante museo creado por él en Malpartida, un avión de combate ruso Mig-21 parado para siempre, clavado en la tierra atravesando dos coches, formas creadas para el movimiento convertidas en ruina, estatua estática y monumento al accidente, a la colisión, aviso de que el progreso alberga su propia catástrofe.
Una frase suya le sirvió de epitafio, pone en su tumba: «Son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida». Se trata sin duda de una invitación a seguir adelante.
Lo que no conocéis cambiará vuestra vida
Bruno Marcos analiza la obra del artista alemán Wolf Vostell, de quien se puede ver hasta el 26 de mayo una exposición individual en el Musac
23/03/2019
Actualizado a
19/09/2019
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