Para culminar las catastróficas desdichas, el ansiado regreso a escena de esta obra –quintaesencia de lo ruso– ha coincidido con la guerra de Ucrania. Y en la première, la protagonista (Marianela Núñez) causó baja por covid. Por suerte, la compañía cuenta con una cantera de primeras figuras. Este jueves será el turno de Lauren Cuthbertson –solista desde 2003 y uno de los emblemas de la danza británica–, en una función que Cines Van Gogh retransmite en directo a las 20:15 horas desde Londres.
Pese a las dificultades, este montaje está llamado a perdurar en el tiempo. En vez de buscar revoluciones –como Matthew Bourne o John Neumeier–, recupera la esencia, el esquema de los legendarios Lev Ivanov y Marius Petipa. De gusto neoclásico, también incluye pinceladas de su admirado Frederick Ashton, como la ‘Danza Napolitana’. El principal aporte de Scarlett se refiere a la narración: aparte de enriquecer algunos personajes, resuelve ciertas incoherencias. Por ejemplo, la irrupción del villano Rothbart en el tercer acto, poco verosímil. Ahora, el mago aparece desde el principio: forma parte de la corte como un consejero en la sombra.
Escenografía
Otro de sus puntos fuertes reside en la escenografía del escocés John Macfarlane, tan impresionante que en algunas funciones el público aplaude espontáneamente cuando se sube el telón. Por un lado recrea el lujo majestuoso de los palacios de la corte, con un inteligente uso de la profundidad; por otro, el estanque iluminado por la luna, que parece un lienzo de Turner. Además, ha desechado los polémicos vestidos de falda larga de Dowell y ha regresado al tutú corto clásico.
Chaikovski (1840-1893) nunca vio triunfar su gran obra. ‘El lago de los cisnes’ sufrió el rechazo del público, la crítica y hasta los bailarines en su estreno en 1875 en Moscú. El encargo del Bolshói le había pillado por sorpresa; aceptó por dinero y por probarse en el formato. Durante la escritura, que le llevó un año, pasó del escepticismo aadmirar sus posibilidades (prueba de ello serían sus siguientes creaciones, ‘El cascanueces’ y ‘La bella durmiente’).
La respuesta fue la incomprensión general: lo tacharon de «complicado», «ruidoso», «wagneriano» y «no apto para la danza». En 1895, dos años después de su muerte, Ivanov y Petipa lo llevaron al Mariinski de San Petersburgo con una inolvidable coreografía completamente nueva (en lugar de la original de Julius Reisinger). Hubo un cambio fundamental en el argumento: si antes Sigfrido traicionaba a Odette, ahora el príncipe es víctima –como ella– del hechicero. Los jóvenes no mueren derrotados, sino que escogen el suicidio como expiación. Con el tiempo, las sucesivas versiones (en ballet nunca hay una coreografía definitiva) incorporaron el efecto del batir de alas, los terroríficos 32 fouettés seguidos (vueltas sobre una punta) o que sea una misma bailarina quien encarne a los dos cisnes, la tímida y frágil Odette y a su opuesta, la oscura Odile.
La partitura, que en Londres dirigirá el estadounidense Gavriel Heine, es quizá la más conocida de todo el género. Su tema principal, el lamento de oboe del segundo acto, ha sonado en películas y anuncios, y no le van a la zaga otros números como la danza de los pequeños cisnes, el ‘Vals’ del primer acto o el ‘Adagio’ del tercero. En todos ellos, el ruso demostró su habilidad teatral, su don para la melodía y su dominio de la orquesta, propio de un sinfonista.