Se trata de un sitio caliente al amor de la calefacción ajena cuyos tubos pasan por los aires adensados del local sobre objetos semisalvados del olvido, enmarañados unos con otros. Cuadros más o menos hermosos o terribles. Espejos preciosos donde se vieron los muertos de hoy. Portadas de discos de vinilo con musas de los años ochenta llenas de un nostálgico sex-appeal pretérito. Libros que habían pertenecido a la biblioteca particular del dueño del establecimiento y que, aunque están allí a la venta, no te quiere vender. Reclinatorios. Candelabros mancos. Lámparas de araña quebradas de una sola bombilla encendida. Mesas y mesillas. Una codorniz disecada. Un esqueleto de tamaño natural sentado en un diván que sólo asistió a la primera velada. Y ello y todo, milagrosamente en un sitio así, sin una mota de polvo. Está esa sala, barcaza de librovejero, anticuario, discovejero y ropavejero con buena indumentaria de su propio género y de peluquero barbárico, anclada ahí como sosteniendo el paso del tiempo en su misma putrefacción a un punto de volatilizarse.
Así describe el escritor Tomás Sánchez Santiago la visita al antro de "los ultramarinos":

Todas esas cosas, salvadas por un suspiro de acabar en el cubo de la basura de enfrente, cuando se hacen las presentaciones de "los ultramarinos", de pronto, dejan de ser materia de olvido y se reorganizaban por unos minutos para expeler lo mejor de ellas, su poquito de brillo de cuando no eran una antigualla.
Es un sitio muerto que está vivo hasta tal punto que la fantasía hace pensar que el buen ermitaño que abre la tienda viva allí para no contagiarse del paso del tiempo y, por las noches, se haga su cama entre sus muebles de polilla y se extienda un jergón y encienda una lamparita y se ponga a leer ‘Jarrapellejos’ a la luz de una bombilla de esas que duran cien años.
Algunos de "los ultramarinos" se sabe quién son y otros no. Casi todos tienen varios nombres falsos en los que se desdoblan sus personalidades: Larsen, Vokislav, Gromov, malabia, malauva, Mortisaga, Tinofc, El Amanuense, El polaco, Bombita, El cuervo, Ocramalliv, etc… Son escritores y lectores y traperos, rastreros y personajes de sus propias obras y todas las cosas que rescatan se van derechas otra vez al olvido. Ellos no dicen nada pero ya los sacan en los periódicos y su leyenda crece y los comparan con los espadaños y los claraboyos aunque ellos rehuyen de los focos. Han sacado hojas volanderas, novelas por entregas, la única colección infantil de Europa escrita por un niño, una antología de poetas ‘Raros de tiempo’, otra sicalíptica, ‘Eros Senex’, una de cuentos de solitarios, ‘Los esquinados’, otra erótica, ‘Seis o siete cuentos libidinosos’ y hasta una revista crítica que, irónicamente llamada La Galerna, se desata sobre el mar parado de la literatura de hace más de medio siglo. Y, también, una insólita novela sobre el paso del tiempo dieron al papel viejo, picaresca y postmoderna, en la que unos extraños personajes viven en la actualidad de una forma miserable entregados a rescatar libros utilizando los tejados de la ciudad nuestra para perseguir sus anhelos. La ya mítica ‘Dakovika’. Retrato bueno del espíritu de ellos.