Espero a que se vaya la gente, todos estos turistas, porque no me gusta que me vean haciendo algo fuera de lo habitual. Y necesito sentirme libre, alejada de los bullicios, respirando paz, comulgando con el universo.
Estoy en Fuente De, abofeteada por las rachas de viento que suben por la pared rocosa hasta los altos prados de Áliva. Entonces me siento en la plataforma metálica y dejo los pies colgando en el vacío. La sensación de vértigo deseada inunda mi interior. Con la cara apoyada en la barandilla me abandono a la inmensidad del entorno. Quieta, mejor dicho paralizada, ya formo parte del paisaje. Respiro el aroma del tomillo que crece entre las piedras a dos mil metros de altitud y me difumino con el blanco azulado de las nubes que empiezan a humedecer mi ropa.
A mi derecha, a dos kilómetros de vacío, se yergue la peña Remoña, que remata la parte final del circo glaciar del macizo de los Urrieles. Es la peña mágica, la que me roba el corazón y el entendimiento. Al lado de su cumbre, aún tocada por el sol, un collado de hierba fresca destella con un verde casi metálico. Frente a mí, los picos leoneses tapizados de hayas y praderas descienden hacia la olla glaciar, donde vierten sus lágrimas en días lluviosos.
El viento, cada vez más potente, voltea en todas las direcciones los pájaros negros que anidan en los agujeros de la pared rocosa. Un par del águilas se acercan peligrosamente a mi cabeza. Estoy en el techo del mundo.
Delante el vacío, a la derecha y hacia atrás, la peña y el pico Tesorero, con un toque brillante en su falda, que aparece o no según el hueco que las nubes le dejen al sol. Es el techo de mi refugio interior, una choza con tejado plateado, la cabaña Verónica, que me acoge siempre que mis piernas se doblan antes de alcanzar el Naranjo de Bulnes.
Cuántas historias nocturnas, cuántos pies destrozados se refrescan en la roca lisa y fría que rodea sus paredes, cuántos amores elevados se juraron en aquel espacio semiesférico cargado de naturaleza... Y a mis espaldas, susurrando por mi izquierda, una gran mole pétrea me protege de los demonios... querida Peña Vieja, desgastada por la lluvia y el viento, por el tiempo eterno y por las miradas de cuántos abandonamos los puertos por los caminos de cabras hacia nuevas cumbres. Oscurece, y el rosa del ocaso se torna azul oscuro. El cielo, ahora raso y puro, exhibe sin vergüenza puñados de estrellas que iluminan la superficie de las piedras. La inmensidad nocturna me roza la piel y, con los ojos de Nix, recorro la pradera del puerto. Encuentro un hueco donde me acurruco y paso la noche mirando al empíreo. Descubro osas, cangrejos y caballos alados detrás de las estrellas. La magia de Orfeo me eleva y veo las montañas plateadas como las arrugas pronunciadas de mi anciana madre Tierra.
Siento que toco con mis manos la bóveda celeste.
Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León.