Piedra roja que se une a otras piedras forman un ejército kilométrico para alargar la calle por donde corren el agua y la vida. Castrillo de los Polvazares, piedra sobre piedra –piedras que levantan las casas, los patios y los corrales–, se extiende hacia una cota más alta hasta llegar a un punto donde el símbolo de la cruz desvía los pasos a la izquierda o la derecha para que el caminante escoja su propio destino. De frente, bien se sabe, el camino, Camino de Santiago, continúa por campos y veredas, llevando a los peregrinos hacia un final compostelano. Bien.
Pues allí mismo, en el corazón de este singular enclave, si uno es capaz de traducir la voz del silencio, se han de escuchar los sonidos de los carros chillones y del galopar pausado de las caballerías que, en otros tiempos, hicieron de la arriería (arriería maragata) una forma de ganarse el pan con el sudor de la frente. Salazones de pescado que recogían precisamente en la costa gallega y traían aquí para degustar otras nuevas sensaciones aromáticas, a cambio de llevar por el ancho mundo embutidos y productos de secano. La sed, que apretaba hasta dejar sin aliento la respiración, se lograba aniquilar a base de las aguas claras que devolvía la tierra subterránea en sus fuentes, y de los vinos que, pasado un tiempo, lo despertaban del letargo desde el interior de las bodegas de barro rojo.
Quiero decir que, para mí, Castrillo de los Polvazares no se entiende si no se le conoce como es debido. Por eso, cada vez que vuelvo a adentrarme en el interior de sus venas, siento que mi corazón se expande para quererlo, si cabe, un poco más; cada vez más.
Y a él, a Castrillo de los Polvazares, volví una mañana gris de un domingo que, en los calendarios de mes de mayo se hacía llamar «doce». Volví a subir la cuesta y antes de llegar a ese punto de la «V», en la que se encuentra una cruz y se bifurca el camino, me detuve frente al portón del estudio del artista Manuel Crespo Martínez. Llamé, como aquel que lo hace con el picaporte, a la espera de que le abra un amigo, pero no… El perro guardián de la casa, cumpliendo perfectamente su misión, alzaba su voz perruna, poniéndome en antecedentes de que «si pasas te devoro». Y lejos de tomar un descanso para coger aliento, aquel (mi más ferviente) enemigo, que lo era también de los felinos –es un suponer–, se desgañitaba ladrando de tal forma que hasta le veía los dientes a través de las gruesas maderas de la puerta. Tuve, en fin, que acudir a las ondas sonoras para decir a Manuel que este humilde servidor, llegado desde la capital del viejo reino en son de paz, se encontraba frente a su puerta. Menos mal que, al traspasar el portón, se iluminó el espacio habitado por unos duendes creativos que hasta lograron, no sin esfuerzo, amansar a la bella y casi insignificante fiera canina.
–Tranquilo, chaval (intenté acariciar la frente de aquella madeja de lana, pero la desconfianza del bicho todavía sobrevolaba por encima de su «raciocinio»).
En fin, que opté por dejar mis músculos relajados, dispuestos a recibir incluso la marca de unos dientes caninos y empezar –que ya era hora– a cumplir mi misión como divulgador cultural, al pie de la letra.
–Bueno, Manuel, tú me dirás, aunque… espera.
Detuve la voz de mis palabras para dar vida, de repente, a la luz que entraba a raudales por mis ojos al ver lo que allí, reposando de costado, había encima de un andamiaje de tablas: la imagen de una Virgen.
–Sí. Es la Divina Pastora que estoy rematando para uno de los pueblos inundados por las aguas del pantano del Porma, en Boñar.
–¿Qué pueblo? ¿Me lo dices o me lo cuentas?
–…
¡Ay…! Agua que has de beber déjala correr y agua pantanosa para los peces… sagrada.
–No. No quiero decirte nada más. Tengo que guardar el secreto, porque…
–Ya. Boñar no está muy lejos de mi cuna de nacimiento y quien te encargó esta imagen te dijo que no hay que elevar la voz para que no se levante, con ella, un posible dolor de cabeza. ¿No es así?
Y los dos nos reímos. Aunque (estando en el mes de mayo) yo casi aseguraría que el encargo procedió de los habitantes del pueblo de… Lodares. Lástima que este artículo se publique en agosto, justo cuando en los redondeles de las trillas la mies es mucha y el polvo que produce… poco.
Lástima.
Lo bueno es que el artista puso en pie para mí la imagen para que, de frente, se percibiera su belleza; su buen hacer. Y ya que estaba allí, como aquel que se pega a la sombra de un nogal para recitar poemas de amor a la espera de un beso de su amada, le invité a que hablara. Y él me dijo:
–Se trata de una imagen, réplica del original. Como ves, está hecha con un material acrílico especial (silicona), que inicialmente partió de un modelado de barro y con un relleno de resina. Ahora mismo, el proceso en el que estoy pudiera ser el penúltimo, con los retoques y pulidos, para finalmente llegar hasta el policromado. Se decidió utilizar este material por un principio de peso (pesa menos para procesionarla), aunque, si la vieras rematada, no encontrarías grandes diferencias con un tallado tradicional: en madera o en piedra.
–Por lo que estoy viendo, tú utilizas precisamente esos métodos tradicionales. ¿No es así?
–Cierto. Yo tuve la suerte de trabajar al lado de un gran maestro, el escultor Santiago de Santiago, y con él aprendí todos los secretos de este oficio. Si te digo la verdad, me gustaría trasmitirlos a las nuevas generaciones, porque estoy comprobando que hoy el arte camina por otras sendas tan diferentes que, de continuar así, se terminarán perdiendo.
–¿A qué te refieres exactamente?
–Pues que si a los escultores noveles les hablamos de sacado de puntos, de ampliaciones con compases, de moldes flexibles (con silicona) o de determinados modelados, más de uno no sabría por dónde empezar. Y eso no es bueno.
–Ya.
Lo bueno es que este artista, que estudió en la Escuela de Artes y Oficios de la calle La Paloma, de Madrid, domina, como nadie, estas materias y lo demuestra con su obra pública. Decir, por ejemplo, que el altorrelieve, tallado en mármol, de la tumba de Sara Montiel, en Madrid, es obra suya te pone en antecedentes para demostrar sus enormes posibilidades.
En el recorrido por el taller descubrí una pieza, tan diferente de lo habitual, que la quiero destacar.
–Vaya, hombre –me dijo el artista–, pues has escogido la que está más llena de polvo (y raudo cogió un pincel para proceder en consecuencia).
Se trataba de una escultura que, representando un desnudo femenino, fue realizada con piedras blancas. Una sorprendente realización que despista, ya que lo que pudiera parecer no lo es. Manuel, para que se entienda, con la ayuda del pegamento adecuado, fijó cada una de aquellas piedras antes de proceder al tallado. El resultado, la verdad, al menos para mí, además de original, fue de lo más interesante.
Veía en aquel taller tantas herramientas, materiales y obras interesantes, sí, que, utilizando la imagen de aquel elefante en una cacharrería, avanzaba con pasos firmes sin fijarme en los «peligros» que, en silencio, habitaban por la piel de los suelos, hasta que… «metí las patas»: mi pie derecho quedó fijado con tanta intensidad en un borrón pegajoso que… Nada. Lo cuento para que sepas, lector, que, además de gustarme la visita a cualquier taller artístico, intento poner todo mi interés en ello para transmitir, tal vez, sensaciones nuevas, necesarias para comprender la obra y los milagros de un gran artista como Manuel Crespo Martínez.
Y Manuel me obedeció al pie de esa letra que todavía no había decidido poner antes del punto final.
–Quiero, Manuel, que la última fotografía que te haga sea en la calle que llamáis Real, aquí en Castrillo de los Polvazares.
Una calle larga por donde las tormentas y las brujas se alejan al comprobar que no tienen ninguna posibilidad de llevar su maldad al interior de las casas. Se lo impiden los botijos en los tejados y los marcos blancos que los lugareños han pintado con primor en las ventanas y puertas. Por los poyos, aquel día, solo el silencio envolvía con sus dedos una bendita soledad. Y Manuel, con su arte, era el personaje idóneo, el único protagonista y con merecimientos suficientes, que habría de quedar inmortalizado por encima de aquellas históricas piedras. Arte en estado puro.