La verdad fue que, preparando la ruta, me sentía como Neil Armstrong al pisar por primera vez la Luna: nervioso y al mismo tiempo ilusionado. Todo comenzó cuando…
La comarca de Luna, que no es ningún sueño, está tan cerca de mí que, al menos una vez al año, necesito volver a ella para empaparme de su amplia belleza. Lo malo, según se mire, es luchar contra los silencios del cementerio que surgen bajo las aguas del embalse de Barrios de Luna. Este pantano creció y alargó su dominio a cuenta de los muchos hombres y mujeres que fueron obligados a dejar sus casas y tierras por un puñado de sucias monedas envueltas en mil mentiras. Y así, lo diré muy deprisa, a aquellos habitantes de Arévalo, de Campo de Luna, de La Canela, de Casasola, de Cosera de Luna, de Lagüelles, de Láncara de Luna, de Miñera, de Mirantes de Luna, de El Molinón, de Oblanca, de San Pedro de Luna, de Santa Eulalia de las Manzanas, de Trabanco, de Truva y de Ventas de Mallo, a todos ellos, alguien, una de esas artistas con personalidad propia –María Isabel Pérez Gago–, deseaba homenajearles con la construcción de un asombroso monumento. Y sus pretensiones eran tan espectaculares como, al parecer, irrealizables: «plantar», justo en medio del espejo del agua, una enorme luna de bronce para que fueran los vientos y las corrientes subacuáticas las que, agitando las conciencias del resto de los mortales, indicaran que, allí, por donde con su traje de escamas se divierte una legión de peces, las únicas brasas vivas que mantienen la razón son las de aquellas personas que fueron condenadas a huir de su merecido paraíso en la tierra. ¿Hay algo más tenebroso e injusto que, sin jugar a la lotería, a uno le toque la caída de ese borrón de tinta que destruye de la historia personal la raíz de su nacimiento?
María Isabel Pérez Gago nació en Palacio de Órbigo en plena guerra civil y su vida es realmente llamativa e intensa. Lo comprobaréis. Os lo explicaré. Pero antes os quiero adelantar el porqué de mi emocionante nerviosismo al visitar la comarca de Luna «sin previo aviso». Lo fue porque la escultura en medio del pantano «iluminó» el deseo de, por sorpresa, encontrarme con la artista de tan excelentes referencias y mejores intenciones. Mi objetivo final tenía, por lo tanto, un nombre: Robledo de Caldas, el pueblo en el que –me habían asegurado– María Isabel disfruta y recarga energías durante la larga época estival. Llegué tarde. Y mi emoción, entonces, se convirtió en una pequeña frustración, que no en un fracaso. El teléfono me dio la solución y la aproveché durante varias jornadas.
–Me acabas de decir, María Isabel, que naciste en Palacio de Órbigo y…
–Sí. Pero fueron mis abuelos, en Gavilanes de Órbigo, junto a sus dieciséis hijos, los que se ocuparon de mí durante los primeros meses. Mi abuelo, que era un santo, me marcó mucho. Él repetía que «la caridad cubre la multitud de pecados» y por eso, muy a menudo, aprovechando las oraciones, procuraba llevar un saco de harina para repartirla a los más necesitados. Viviendo ya en Robledo de Caldas, mi madre, por otra parte, nos contaba a mis tres hermanos y a mí que, el mismo día de su boda, pidió a Dios tener hijos religiosos y el Señor realmente la escuchó. Comprenderás, ahora sí, por qué mi vida cambió radicalmente cuando, a los doce años, ingresé en el internado de La Sagrada Familia de Santa Emilia de Rodat, en Miranda de Ebro.
Y estando en el noviciado… (por ser altamente nauseabundo pensé en no contarlo, pero «algo» dentro de mí insistía en que debería hacerlo para demostrar la existencia de una cruel realidad, rayando el sadismo, que no la santidad, en alguno de aquellos internados de la posguerra). Estando en el noviciado –decía–, a sor Isabel, con un alto estado febril, en vez de arroparla en una cama, la obligaron a regar los árboles del convento y también, por si fuera poco, a comer sus propios vómitos… El médico que, por fin, la atendió, le dio siete días de vida si continuaban con aquel martirio. Y María Isabel me lo cuenta sin ningún tipo de reproches, para añadir que «en todo hay que buscar la armonía y, en mi vida…».
La vida de sor Isabel se puede considerar tan servicial como errante: inició la carrera de Magisterio en Cuenca y la terminó en Burgos. En Sevilla, en jornada matinal, hizo Bellas Artes, mientras que por la tarde dedicaba sus estudios al Arte Puro. En Madrid trabajó como profesora de modelado en varias cárceles, como, por ejemplo, en la conocida como Prisión de Estremera. «Allí – me dijo– tuve como alumnos a 75 policías y 6 presos». Y, para no alargar en exceso su currículo docente, termino sosteniendo una flor en el vértice más alto por donde surgen los ecos de la máxima admiración: en el año 1999, consiguió el título de doctora con la tesis doctoral, que también publicó, titulada 'El alma de la pintura desde la esthética originaria'. Tenía, entonces, 62 años.
En Córdoba, Alcázar de San Juan, Campo de Criptana, la Cueva de Medrano (donde estuvo prisionero Cervantes) y, sobre todo, en varios puntos de la provincia de León, su querido León, María Isabel –sor Isabel– dispone de una larga melodía artística de volúmenes públicos sin igual (lo digo así, utilizando una metáfora sonora para indicar que también fue profesora de música). De todas las ciudades y pueblos por los que ha dejado su obra, se identifica especialmente con dos comarcas: Luna y Babia.
–Hay gente –me dijo– que no sabe que existen estos maravillosos rincones. Mi Luna ha respirado a través de su historia amor por la cultura, y a ello responden las cátedras de Láncara y Pobladura. Por otra parte, es digna de destacar la preocupación de nuestro pariente lejano, D. Paulino García Gago –indiano y cofundador del Banco Hispano Americano–, por dotar de escuelas a todos los pueblos del Ayuntamiento, que servirían para instruir a los niños lunenses. Escuelas, ya ves, que, algunas de ellas, fenecieron bajo las aguas del pantano, como las de San Pedro y Láncara.
Ay… ¿Qué puedo hacer yo, defensor a ultranza de todo lo que suene a educación y cultura? Puedo –y me dolería no hacerlo– aprovechar las voces de las palabras para gritar muy fuerte, y en justicia, que por fin he logrado que la escultora leonesa María Isabel Pérez Gago –para muchos «la gran desconocida»– aparezca junto a otros 'Escultores leoneses en mi camino'. Y para que no existan dudas de su intensa actividad creativa, puedo y debo nombrar algunas de sus obras públicas repartidas por todo el territorio nacional, como: Don Quijote y su rocín y Sancho y su acémila, en Campo de Criptana (Ciudad Real); 'El guardagujas del ferrocarril' y la estatua de santa Emilia de Rodat –la fundadora de la congregación a la que pertenece–, en Alcázar de San Juan (Ciudad Real); el monumento al mastín (perro autóctono de León; el verdadero guardián de los rebaños), en La Vega de Robledo (León); el monumento al pastor, en Robledo de Caldas («uno de los pueblos más ganaderos de Europa, porque el pastor que menos cabezas de ovino tenía superaba las 5.000»), y sobre todo, y termino, la monumental escultura que levantó en el jardín de su casa familiar en Robledo de Caldas: dos metros de altura, en bronce, para ensalzar la figura de su propio hermano, el dominico Santiago Pérez Gago, profesor de Filosofía del Departamento de Metafísica, en la Universidad de Salamanca.
En la inauguración de la escultura de su hermano, María Isabel se expresaba así:
–Con esta estatua, señalando las estrellas, he querido hacer –y compartir hoy con todos vosotros– un homenaje a Santiago y a todo lo que envuelve su vida. También, con ella, pretendo evocar a nuestros antepasados que continúan viéndonos más allá de las estrellas. Y, al mirar su mano señalando el cielo, me vais a permitir que os recite estos versos de Juan Ramón Jiménez. Escuchad: Estrellas, estrellas dulces, / tristes distantes estrellas, / ¿sois ojos de amigos muertos? / –¡miráis con tanta fijeza!–. / ¿Sois ojos de amigos muertos, / que se acuerdan de la tierra, / –ay, flores de luz del alma– / con la primavera nueva? Esta estatua, quiere ser, en definitiva, un símbolo de reconocimiento y trascendencia. Presagio de una nueva era de espiritualidad y de armonía para estas tierras de Luna.
Y por las tierras de Luna, esta escultora de monumentos, con la ayuda de la música, las oraciones y los versos, todavía piensa en realizar sus sueños pendientes en un futuro no muy lejano: «un rebañín de ovejas, con un perro carea y otro mastín con sus carrancas», para Barrios de Luna; «un zorro» para Rabanal de Luna, o «un corzo» para Caldas de Luna. En Madrid –me aseguró– quiere hablar con la presidenta de la Comunidad para ver si acepta una escultura/homenaje a la hermandad. Para todo ello, y más, esta monjita, que acaba de cumplir 87 años, dispone de mucho tiempo. Una delicia. Un milagro de luz en la noche de LUNA NUEVA.