Murmullos que, al convertirse en voces, iban arañando con sus ecos las paredes y los techos. Ráfagas de viento y lluvia en la calle y una televisión que se empeñaba en emitir la vergonzosa verborrea de unos políticos que, gesticulando en exceso, jugaban al «y tú más». En aquel bar de un hotel, en resumen, había tanta estridencia sonora que pensé que no sería muy difícil que el dueño o alguno de sus empleados visibles nos cedieran una pequeña porción de tierra silenciosa. Me conformaba con algo así como la caja de un ascensor, sin ascensor, o el habitáculo en el que un hombre, tocado por la «divinidad», es capaz de lavar las faltas de una persona moralmente atormentada por sus múltiples impurezas: un confesionario para poder ejercer el sano oficio de preguntar sin que tuviéramos que apartar las telarañas que impedían ver la claridad de las respuestas. Me confundí, porque, además de negarme «el pan», tampoco me concedieron la (ab)solución a mi insistencia: será solo unos minutos y por el bien de ser generosos con la cultura. Nada. Tuve que esforzarme para no arrojar mi sudor a la toalla.
De regreso al cuadrilátero lo intentamos de nuevo, pero no. Era tal la proliferación y el cruce agresivo de aquellas voraces ondas, idóneas para engordar la sordera con ruidos, que nos resultaba imposible entendernos. Decidimos finalmente respirar el aire húmedo de la tarde/noche, limpiar el agua de la lluvia de una mesa y de dos sillas y, bajo el toldo de una solitaria soledad, comenzar de nuevo.
–Buenas tarde, Marta.
Marta nació en Bahía Blanca por una confusión de meses. Y allí su padre hizo lo que mejor sabía: los monumentos al Sagrado Corazón, el de la Maternidad o el del exfutbolista Aníbal Troncoso y los bustos, entre otros, de Alfredo Lorenzo Palacios (fundador del Partido Socialista Argentino) o el de Raúl ‘Bebe’ Capella (exjugador de rugby). Mientras tanto, su madre, una bella argentina, intentaba hacer con las nanas las disculpas adecuadas para alentar a los felices sueños a que ocuparan sus puestos en primerísima línea de partida hacia la felicidad. «Realmente mi madre –me confirmó– canta muy bien y no se limita solo a los famosos tangos argentinos. La zamba, la chacarera, el carnavalito...».
Entre las idas y venidas, cruzando el charco, Marta recuerda las actividades culturales que su padre generaba y también que, debido a su actividad –como escultor–, era invitado y bien recibido a lo largo y ancho del territorio argentino: inauguración de exposiciones, tertulias culturales, conferencias… Sin embargo, de pronto, un buen día, la familia Muñiz-Josseau decidió que su vida y obra debería surgir y expandirse desde los claros, secos y fríos, pero también fructíferos, amaneceres de un corazón amado: León. Y a la capital del viejo reino llegaron con una maleta repleta de muy buenas vibraciones.
–Dime, Marta, ¿cómo fueron aquellos primeros años de tu vida al lado del gran Ángel Muñiz Alique, tu padre, un genial escultor?
–Pues de maravilla. Te lo puedes imaginar. Su estudio era, en parte, mi sala de juegos, y yo, desde muy niña, con el barro me sentía identificada. Alguna que otra diablura le ocasioné en sus obras, pero él, lejos de recriminármelo, lo que hacía era darme consejos, por no decir…
–¿Lecciones?
–Efectivamente. Eso mismo quería decirte.
–Entiendo, entonces, que tú veías a tu padre como ese maestro que enseña a sus alumnos la asignatura que más les agrada. ¿No fue así? Cuéntamelo, por favor.
–Dices bien. Mi padre ejercía como tal, pero a la vez tuve la suerte de contar con él en mi aprendizaje como artista por las mañanas, mientras que cumplía con los estudios obligatorios en horario nocturno. Yo me sentía muy feliz. Para mí la escultura fue, y continúa siendo, algo más que una profesión: ese bálsamo creativo al que, por suerte, yo podía recurrir cada día.
–Al hablarme mucho de tu padre, te pregunto: ¿alguna vez fuisteis rivales en los proyectos escultóricos a realizar?
–Por supuesto. Pero él, salvo excepciones, siempre ganaba. Y yo me alegraba de que así fuera.
–¿Puedes ofrecerme algún ejemplo?
–Claro. Supongo que conocerás la escultura en honor a san Francisco, en el parque de su mismo nombre, en León. ¿No es así? Pues en el concurso para su realización participábamos los dos. Mi obra, la verdad, iba por otros derroteros: presentaba a san Francisco en su faceta humana con los leprosos, con un resultado más tétrico. El concurso lo ganó él y ahí está la muestra de una imagen muy bella, en la que los animales adquieren un gran protagonismo.
–Animales enemigos entre ellos a los que tu padre, tal vez con la intervención del santo, convierte en «hermanos». Y así vemos a un lobo acariciando la piel de un cordero, justo al lado de un águila en actitud serena. Todo tan bucólico como el amor que tu padre tenía hacia los animales, no precisamente de compañía. ¿No fue así?
–Cierto. En su momento tuvo y crió a un lobo, nada agresivo, que sacaba a pasear por las calles atado con una correa. Y también fue muy conocida la tenencia de un león, que se llamaba Leo.
–¿A ti te gustan los animales?
–Por supuesto, pero no con la complicidad que tenía mi padre con ellos. Si te sirve de ejemplo, te diré que en mi primera etapa como escultora a mí me dio por hacer animalitos de barro. En la soledad del estudio, con la libertad que te da, haces lo que quieres sin grandes pretensiones. Mi primera obra en piedra artificial fue una sirena. Y en un futuro próximo, pretendo hacer algo que, tal vez, sorprenda a los más peques. Un mundo fantástico, donde no me olvidaré de los animales. Algo similar, para que se entienda, a lo que nos ofreció la película ‘El Señor de los Anillos’.
–El futuro es mañana, pero quiero que me hables del ayer. Si no te importa, dime algo sobre alguna de tus obras.
–Con mucho gusto. Te diré que (mientras sacaba de su bolso de mano un álbum fotográfico) mi primera exposición fue colectiva y allí, entre otras, se encontraban las obras de dos estupendos artistas, además de amigos: Enrique Estrada y Miguel Ángel Febrero. El escritor y poeta Victoriano Crémer, al ver en su momento el estilo de mi obra, me dijo que estaba muy bien, pero que si quería triunfar debería salir de León. Como ves, no le hice caso. Mira… (enseñándome la primera fotografía). Estoy muy contenta con el resultado de esta ‘Maternidad’ y también lo estoy de esta Divina Pastora de Manadero, que hice para Piedrasecha (me muestra, de igual forma, la fotografía correspondiente).
–Dos esculturas realmente interesantes, la verdad; pero déjame que vuelva a admirar tu ‘Maternidad’ (y tras unos segundos de observación…). «Tu cuerpo desnudo debería pertenecer solo a aquel que se enamore de tu alma desnuda» –dejó escrito el actor Charles Chaplin–. Has conseguido, Marta, que me rinda al ver tanta belleza y serenidad en esa madre que, con tan solo el calor de su piel, está ofreciendo a su hijo todo el amor que necesita para vivir el presente, alimentando y protegiendo su futuro. Te felicito porque has conseguido que florezca el alma que solo somos capaces de ver y admirar en piezas artísticas como esta tuya. Y ya, para ir terminando, ¿qué te parece si hablamos sobre el busto del músico Felipe Magdaleno?
–Como quieras. Pero te advierto que muy poco tengo que contar al respecto, salvo que esta pieza, instalada actualmente cerca de la entrada al Museo de San Isidoro, la hice tras ganar el concurso que propuso en su momento el Ayuntamiento de León. Me consta, eso sí, que una de las hermanas de tan insigne músico –fundador y director de la Coral Isidoriana de León– formaba parte del jurado y que, al parecer, vio reflejada en ella la esencia natural de su hermano. En mi caso, te lo puedo asegurar, me esforcé para que los rasgos propios de su fisonomía, incluida esa media sonrisa en sus labios, se hicieran realidad.
–Te confieso, Marta, que cada vez que paso frente a ese busto me detengo; le miro a los ojos de bronce y lo que descubro en ellos es una luz que brilla desde lo más hondo. Una rara cualidad artística que –lo sé– es muy difícil conseguir, por lo que te vuelvo a felicitar por ello.
Justo. Inmediatamente después de mis últimas palabras, un nuevo aguacero, aprovechando la tensión del toldo que hacía las veces de la piel de un tambor, nos invitaba a asistir a un concierto de gotas de lluvia. Terminamos, sí, pero faltaban las fotografías y el momento no era el más apropiado: las salpicaduras, la falta de luz, el fondo… Todo se ponía en mi contra y no me gustaba el resultado.
–¿Te parece bien si quedamos otro día al lado del busto de Felipe Magdaleno?
–Estupendo. Lo haremos.