Antes estaba llena de aristas. Su cuerpo era una sucesión de ángulos agudos que se clavaban en el suyo: los hombros picudos; los sobresalientes huesos de las caderas con el sorprendido ombligo en medio, perfectamente circular, profundo, sombrío; las rodillas afiladas, los codos como lanzas; la clavícula formando una uve bajo el cuello y toda una sucesión de huesos que estiraban la piel como si quisieran rasgarla: los omóplatos, las costillas, el cúbito en la muñeca, la tibia y el peroné marcándose en los tobillos.
Él, a veces, seguía sus huesos y le hablaba de ellos sobre ese cuerpo sin apenas carne en los que se dibujaban sin esfuerzo. Le decía nombres que la hacían reír: pisiforme, semilunar, ganchoso, piramidal, escafoides, trapezoide en esta mano tan bonita; astrágalo, calcáneo, cuboides, cuneiformes, navicular en este pie de uñas pintadas de rojo.
Después, volvían a hacer el amor tal y como lo habían hecho en los últimos meses: con ganas pero sin pericia, con esos huesos antes nombrados apareciendo por todos lados, punzando el cuerpo de él en cada embate.
Quería ser médico. Ella, ahora, sólo quería ser madre.
Por eso su cuerpo estaba cambiando tanto. Los ángulos se convertían en curvas y los huesos desaparecían,vencidos por la pujanza de nuevos volúmenes que antes apenas existían: los pechos, las nalgas, el vientre. Todo se hinchaba y adquiría una rotundidad imbatible y serena que consolidaba una maternidad adolescente que volvía las cabezas.
No quiso que él renunciara a empezar la carrera de Medicina a la que se creía destinado. La tarde anterior, había aprobado el último examen de ingreso. El próximo curso, en sólo unos meses, empezaría a estudiar en la universidad de Zúrich.
Él le había comprado unas flores en la estación. Se las daría nada más llegar y ella le besaría antes de cogerlas. Después, tras meterlas en un jarrón, haría lo que ahora siempre hacía con su mano: ponerla sobre su vientre, sobre ese crío que él no quería, y diría: «nuestro pequeño también se alegra por papá».