En 1897 un grupo de artistas vieneses crea la Secesión y un año después la revista ‘Ver sacrum’ como órgano de expresión. Uno de los artistas del nuevo movimiento es Gustav Klim, que incluye en esa revista la ilustración ‘Nuda Veritas’ acompañada de una cita de Leopold Schefer: «La verdad es fuego y hablar de verdad significa iluminar y quemar», muy adecuada a la imagen de un desnudo de mujer que pone delante del espectador un espejo. La Secesión se inscribe en la corriente modernista europea y es un movimiento que cuenta, quizá por ello, con el apoyo oficial. El ministro de Culto y Educación, el barón Von Hertel, lo encuentra adecuado a una política que redujese las tensiones lingüísticas del imperio austro-húngaro gracias al lenguaje común del arte, y hasta el mismo emperador acudirá a la inauguración de la primera exposición del grupo. Esa primera exposición en marzo de 1898 fue un éxito, con una asistencia de 57.000 vieneses. Una segunda muestra, en el mes de diciembre de ese mismo año, superó a la anterior, quizá porque ahora la Secesión contaba con un pabellón propio diseñado por el arquitecto Joseph María Oldrich. En el friso del edificio, impreso en letras doradas, se lee el lema del movimiento: «A cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad». Nada que objetar.
En aquella Viena cosmopolita de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que recoge José María Valverde –también celebrado traductor del ‘Ulises’– en su libro ‘Viena, fin del Imperio’, se movía entre otros muchos personajes célebres, como el arquitecto Otto Wagner, el músico Gustav Mahler, o los escritores Stefan Zweig y Karl Kraus, quizá el más popular de todos, Sigmund Freud: ¿quién no se ha referido alguna vez, de forma apropiada o no, a nuestro inconsciente, lamentando que en ocasiones nos traiciona? El controvertido médico judío, en su ensayo ‘Paranoia’, tras analizar el inconsciente del doctor en Derecho Daniel Pablo Schreber, magistrado de los tribunales de Sajonia, llega a la conclusión de que las perturbaciones de ese buen hombre –expuestas en las ‘Memorias de un neurótico’ por ese mismo juez– las motiva un impulso homosexual reprimido. Comprende que esa conclusión puede no ser del agrado del interesado –como ocurriría con algunas de las sentencias de Schreber por parte de quienes fueron juzgados por él– y, así, de forma desinteresada, se acoge a la formalidad de una segunda interpretación: «Aunque en las páginas que siguen citaré textualmente aquellos pasajes de las ‘Memorias’ que apoyan mis interpretaciones, ruego, sin embargo, al lector que repase primero, siquiera sea ligeramente, el libro de Schreber». Toda preocupación es poca cuando se trata de materia tan delicada.
Cuando mi hermana me dijo que había muerto quien Julio Llamazares consideraba el mejor camarero del mundo, el antiguo dueño del Montecarlo, aunque nunca había entrado en ese establecimiento, que veo camino de casa, con sus descoloridos estores de color indeterminado echados, fruto del paso del tiempo desde su cierre, sentí curiosidad y recurrí al socorrido Google. Allí se incluía en un video-clip una entrevista a Sebi, ese mítico personaje de León que yo desconocía, de Fulgencio Fernández. La duración, diez minutos y treinta y dos segundos, me desanimó y me conformé con hacerme una idea de él gracias a su fotografía. Podría ser la cara de cualquiera, pero llamaba la atención su actitud receptiva, esa que se debe aprender detrás de la barra de un bar. ¿Por qué el nombre de café-bar Montecarlo me pregunté? ¿Por qué el nombre de pub Berlín? ¿Ejemplos de un cierto espíritu leonés cosmopolita? En ese último sí estuve, y no como cliente sino como encargado de la limpieza del local. Alargado y estrecho, el camino hasta él me resultó en ocasiones angustioso. Como Schreber, en aquel tiempo, yo me podía considerar otro modelo común de paranoia. Me había obsesionado, casi he olvidado por qué, con el narco Sito Miñanco, a quien suponía detrás de mí sin darme ninguna tregua. El tiempo todo lo cura, aseguran.