Milagro de resurección en Velilla de la Reina

Por Gregorio Fernández Castañón

23/07/2024
 Actualizado a 23/07/2024
José Antonio Santocildes ante su monumental obra. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
José Antonio Santocildes ante su monumental obra. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Comenzó su martirio y condena –lo sé– cuando un grupo de coleópteros se empeñaron en llevar en sus cuerpos las esporas asesinas que esparcieron por los cuatro puntos cardinales. Y, aprovechándose de que aquel reino no era el suyo, se dedicaron a buscar ángulos profundos y oscuros para, al amparo del silencio, practicar frenéticamente la cópula, llevada a cabo con el máximo frenesí. Actos salvajes, en definitiva, cuyos frutos iban invadiendo sus vasos conductores y se alimentaban de su sangre incolora hasta que, lentamente, en 1990, llegó el principio de su fin a la edad de… 800 años.


Una pérdida enorme al dejar huérfanos y sin sombra a los herederos de los que, antes, muchos antes –siglos atrás– ya habían admirado su vigor y utilizado su redondel para realizar los concejos abiertos y las fiestas más populares. Allí, al amparo de su gruesa fortaleza, se decidían las reparaciones de abrevaderos y caminos o, también, sin quitarse las madreñas y las boinas, los lugareños se detenían a llorar o a reír las andanzas de aquellos que ya descansaban en la paz de los cementerios. Rezar, coser, hablar y cantar.


Los rapaces de ambos sexos, tras el intercambio de cromos y secretos, jugaban a su vera al escondite inglés, al salto del burro, a la comba, al castro, al tiro con soga o a la carrera del mondo. Y allí –por poner un ejemplo sabroso–, por las fiestas de San Roque el escabeche viajaba hasta los paladares más exigentes desde el interior de un tino (chicharro adobado, en tinajas de madera). 

 

Imagen IMG 20231216 WA0007
José Antonio se coloca a la altura para abrazar uno de sus detalles artísticos. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Sobre los carnavales, de flores, orejas y frisuelos, es mejor dejar que los guirrios, sin subirse a sus ramas, utilicen las suyas para ahuyentar a los forasteros «moscones», con sus golpes y chasquidos. Vía libre para –en cumplimiento de aquellos ritos ancestrales de fecundidad, procreación y fertilización de la tierra– prender a las mozas, voltearlas y pasarlas –torearlas– por encima de los «astados», demostrando a los presentes una poderosa virilidad bajo el techo de unos deseos más íntimos. Besar, tocar y sentir el pulso de la vida a sus pies arbóreos, aprovechando el manto de la noche y la atracción de la luna.


Ay…


Una vez más, me detengo frente a él –«El Negrillón de Velilla»–; lo miro y siento nostalgia al verlo completamente desnudo y fibroso, sí, pero también, seco. Y, al mismo tiempo, admiro su mensaje artístico, que se eleva por encima de mi aura, al superar así la muerte más oscura que habría de redimirse con las llamas del infierno. Y es entonces cuando pienso en lanzar un grito para que sean las aves las que lleven en sus alas la libertad de mi aliento: «este negrillón se mantiene vivo gracias a la luz que le otorgó un ser humano, un sabio artista, al que llamo por teléfono y espero». 


Y, sin desesperación alguna, aparece José Antonio Santocildes –el autor del conjunto escultórico– con ganas de satisfacer todas mis curiosidades:


–Tú me dirás.

 

Imagen P1360068
El artista explica al articulista la forma en la que limpiaron las raíces del negrillón. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Y me dice que para llegar a ver lo que veo –todo un monumento– tuvieron que pasar cinco años (desde 1990 a 1995). Cinco años que se dicen pronto, pero que, entre vientos favorables y en contra, la lucha por llegar a la meta se consiguió, siempre, caminando cuesta arriba. Yo le entiendo porque, por experiencia propia, sé que a la cultura y al arte se les obliga a situarse a la sombra de la segunda fila, y a conformarse con las migajas que sobran tras el reparto del pan y de la sal. El caso fue que, con la ayuda de los integrantes de la Asociación Cultural «Toros y Guirrios», de Velilla de la Reina, y la de otros vecinos y amigos que veían con buenos ojos «la resurrección», comenzaron a usar las hachas y brochas; los picos, azadas, palas, carretillos y carros. Y con todo ello lograron su objetivo: eliminar la corteza y sanear la carne muerta del preciado árbol, y descubrir después las raíces que lo sujetaban a la tierra. Y uno, claro, se imagina los vaivenes que tuvieron que hacer las manos y las espaldas de aquellas gentes, soportando dolores, calores y fríos, para poner a flote aquel barcón sin moverlo, jamás, del puerto. Y para conseguir tal proeza, habría que ir sujetándolo con tirantes y viguillas de acero para que no perdiera, eso nunca, su verticalidad y compostura. Toda una hazaña a favor del movimiento de las hachas, para cortar y labrar, y de las brochas para mojar en los botes de los barnices protectores. Movimientos de azadas y palas para ahuecar y eliminar la tierra que se llevaban a los carretillos y carros hasta que… Alguien, sin esperarlo, picó en un duro hueso que sacó a la luz para detener el tiempo en su contemplación: un fémur humano. Y después otro, y la tibia y el peroné, el cúbito y el radio…, un cráneo. Allí, para que se entienda, bajo las raíces del negrillón, había aparecido una pequeña necrópolis. Tumbas que causaron la alarma más allá de las altas montañas (ya me entendéis), antes de poner los puntos sobre las «íes» y de dar respuestas a las interrogaciones.


Se detuvieron los relojes; se paró la actividad hasta nueva orden. Orden que llegó subida en la coraza de una tortuga coja, junto a un dato revelador: los enterramientos correspondían al siglo XII. Misma época del nacimiento del negrillón y período en el que, en León, reinaba Alfonso IX (soberano señor que se cubrió de gloria al convocar las primeras Cortes, en León, de España, de Europa y del resto del mundo).

 

Imagen Verano 2006 170
Bajo las raíces del negrillón apareció una pequeña necrópolis. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Y ya, después de tan largo recorrido, estoy en disposición de dejar que las virutas y el serrín vuelen para estrellarse en la tierra. Y lo hacen porque justo fue el deseo del artista, José Antonio Santociles, utilizar siete de las ocho ramas del negrillón para dejar en ellas su impronta. Sabia sabiduría la de este hombre que es capaz de tocar la madera; que da calor al fuego, para convertirla en arte. Y allí, en la plaza del Atrio, está la prueba fehaciente de cuanto digo: tres guirrios, tres; una alta velilla (torreón de vigilancia); la figura del patrón, san Roque; la Virgen, con el Cristo Yacente, y el humilde pastor Alvar Simón Gómez que, siendo natural de este pueblo, fue el elegido por María –Madre– para indicarle el lugar donde, en La Virgen del Camino (León) habrían de levantar una ermita. Historia viva, en realidad, de lo más destacado de Velilla. Todo un tótem leonés que causa admiración por lo que es, por lo que representa y por sus valores artísticos y biológicos (vida después de la muerte). Un grandísimo acierto, con los vientos, por fin, a favor de la cultura.


¿Y ahora qué? Pues hoy, como ayer, el viejo negrillón continúa cumpliendo años y, a su alrededor o dentro de él, la vida continúa manifestándose. Yo, acompañado por José Antonio, doy fe de ello. Los dos nos introdujimos en su interior y, de nuevo con sus explicaciones, fui capaz de entender la maravillosa obra de la Naturaleza. Sin olvidar los nidos de las aves y de los insectos, sentí el pulso, vi las esculturas naturales de sus muñones, y escuché los susurros del aire atravesando los hoyuelos, sin agua, en su tronco. Huecos, algunos de ellos, que me sirvieron para inmortalizar las manos y el rostro del artista Santocildes como prueba existencial de lo que fue capaz de hacer para gloria de todos aquellos que, como yo, tienen a bien acercarse a admirar el «milagro de la resurrección». Vida, repito, después de la muerte.


Termino. Y lo hago con el sonido atrayente de Agua Viva. Un coro angelical de mujeres en el que reinaba, por derecho propio, una estrella: Amparo Fernández. Actuaban, entonces, a la misma altura donde las largas y gruesas raíces continúan aportando «vida» al viejo olmo. Desde aquel paradigmático y bucólico rincón, traspasando ensoñaciones y recuerdos, recibí su mensaje a través de unas coplas vivas, como estas:


Hacemos este homenaje en honor al negrillón, / en honor al negrillón, que, aunque ya no tiene hojas, / le tenemos mucho amor. / Velilla de la Reina, Velilla del amor. /Velilla, nuestra tierra, que nos brinda calor. / Que nos brinda calor, que nos brinda calor. / Velilla de la Reina, Velilla del amor.


Lo dicho: un verdadero milagro de resurrección.
 

Archivado en
Lo más leído