El milagro de la valentía

Nueva entrega del serial Senderos de inspiración, por Nuria Crespo y José Antonio Santocildes

Nuria Crespo y José Antonio Santocildes
30/03/2025
 Actualizado a 30/03/2025
El milagro de la valentía.
El milagro de la valentía.

Hay un susurro en el viento, un eco que recorre los rincones más profundos del alma, un murmullo antiguo y lejano que nos habla de la valentía. No es un grito atronador ni tampoco un tambor cantando en la distancia; es más bien un latido quedo, un pulso que se cuela entre las grietas de nuestra existencia, recordándonos que vivir, vivir de verdad, exige un coraje que a veces olvidamos poseer. La valentía no se viste de brillantes armaduras ni se alza sobre pedestales de gloria; se teje con los hilos cotidianos de la mera existencia, en los pasos temblorosos que damos cuando el suelo parece desvanecerse sin poder hacer nada por evitarlo. Pero, ¿qué es la valentía, pues, sino el arte de mirar al abismo y decidir, aún con el corazón en vilo, aún con las piernas temblando, aún con el ánimo encogido, que daremos un paso más, que nos levantaremos una vez más, que presentaremos batalla una vez más? Porque la valentía no se piensa, se siente, no se busca, porque ya nos pertenece y nunca se ha perdido, porque late sin descanso en el interior de cada uno de nosotros, esperando el ansiado día en que pueda brillar con toda su fuerza, en su máximo esplendor.

La valentía es esa fuerza que no siempre reconocemos, pero que nos impulsa a seguir caminando, siempre hacia adelante, aún desconociendo el destino. Es la mano que tiembla al sostener la pluma, pero que escribe de todos modos; es la voz que se quiebra al pronunciar un adiós, pero que igualmente lo dice; es el cuerpo que, exhausto, se levanta una vez más porque sabe que el amanecer no espera a los que se rinden. La valentía no es la ausencia de miedo, no es un escudo que repele las sombras, sino el faro que se enciende en la noche más oscura iluminando con su llama el rincón más sombrío. Es esa luz vacilante pero firme que dice: aquí estoy, y no me esconderé.

La valentía es el puente que cruza los ríos del dolor y el mapa que trazamos cuando el camino se borra. Sin ella, nos quedaríamos atrapados en las orillas de lo conocido, aferrados a la fragilidad de lo «seguro», mirando con anhelo las tierras lejanas que nunca pisaremos. Porque hay días en que el mundo nos exige ser más que meros espectadores: nos pide levantarnos, hablar, amar, perdonar, soltar. Y en esos momentos, la valentía se convierte en el aliento que nos sostiene, en la chispa que enciende la hoguera cuando el frío nos cala hasta los huesos, en el estandarte que sostiene nuestra bandera del triunfo, porque ella habita en los pequeños actos que a menudo no se narran en famosas gestas ni se cantan en hermosas baladas, pero que, sin embargo, sostienen el mundo en su extraña fragilidad.

La valentía es valiosa porque no siempre se muestra, es valiosa porque nos transforma: nos saca del capullo de lo cotidiano y nos lanza al viento, donde nuestras alas, esas que no sabíamos que teníamos, deben desplegarse y volar alto, muy alto, y lejos, muy lejos. Sin valentía, el amor se quedaría en deseo, la justicia en palabras huecas y la libertad, en un sueño demasiado lejano. Sin embargo, ¡cuántas veces la esquivamos!, escondiéndonos tras gruesos muros de excusas, envolviéndonos bajo eternas capas de dudas, temiendo que el fuego de la valentía nos consuma y fulmine. Pero no temas, no hay incendio en ella, solo vida, porque la valentía no destruye; edifica. Es el nacimiento sobre el que se construyen las historias que merecen ser contadas, las que nos sobreviven, las que dejamos como huellas en las arenas del tiempo. En ocasiones la valentía es elegir quedarse cuando todo invita a huir o cuando todos se marchan. Otras, es resistir cuando el corazón pesa como una piedra. A veces es decir «te amo» sabiendo que el eco de esas palabras podría no regresar, o «basta» cuando el alma ya no puede cargar más peso. Es enfrentar la prueba del espejo y reconocer las cicatrices, no como derrotas, sino como medallas de una guerra que aún peleamos. Es valiente el que llora y sigue, el que duda y avanza, el que cae y, con las manos cubiertas de tierra, se aferra a la hierba para volver a ponerse en pie.
Así pues, la valentía es necesaria, sí, al igual que el oxígeno para mantenernos con vida, porque este peregrinaje de inesperado final no es un sendero llano ni un cielo sin tormentas. Es un mar bravío, un bosque espeso, una montaña que atemoriza con su constante desafío. Sin ella, nos ahogaríamos en las olas, nos perderíamos entre los árboles, nos quedaríamos al pie de la cumbre mirando hacia arriba con el alma llena de dudas preguntándonos «qué hubiera sido». La valentía nos empuja, nos sacude, nos obliga a ser más grandes que nuestras excusas, más fuertes que nuestras heridas, más estoicos que nuestros miedos. Porque al final del trayecto, cuando el sol se apague y la palabra FIN se proyecte en nuestra pantalla, no recordaremos los días que pasamos a salvo, sino los que vivimos a pecho descubierto, con el corazón expuesto y la valentía como brújula. Porque no se trata de no temer, retroceder y no hacer, sino de temer, avanzar y hacerlo de todos modos. Esa es la magia de la valentía, su belleza, su necesidad, y aunque no nos promete un final feliz, nos regala algo mejor: una vida que merezca la pena ser vivida.
 

 

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