«Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había firmado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el clavo de una puerta».
(‘Canción de Navidad (1843) / Charles Dickens).
Siempre he soñado y soñaré con una Navidad en el crudo invierno, viendo caer los copos de nieve a través de la ventana, esperando que «amainen» piadosamente, mientras escucho el crepitar de la leña ardiendo alegre en la chimenea. Me emociona incluso el verbo navidar, que sugiere hacer de las navidades un sentimiento, un infinitivo, un porvenir de idas y venidas.
¿Por qué no existe navidar y sí, por ejemplo, invernar? Considero que es todo un misterio. Como es un misterio que haya olvidado los once meses más comunes del año y me cueste trabajo identificar los viajes veraniegos. Me hubiera gustado llenar mi salón de todos esos recuerdos, pues los mantengo durante todo el año limpios de nostalgias y aseados de toda iniquidad, pero en el mes de diciembre no siento necesidad de salir corriendo a ninguna parte, y prefiero «navidar» en mi casa y en mi ciudad.
Cuando el frío impone su rostro de escarcha, el calor del hogar es el mejor de todos los posibles, y me obliga a buscar un rincón junto a la chimenea, en compañía de un viejo libro: 'Canción de Navidad'. A sabiendas que, nada más comenzar a releer el relato, me acaba sucediendo siempre lo mismo: empiezo a sentir el frío que llevaba dentro Scrooge, un frío que «helaba su despacho en la canícula y no se deshelaba ni un grado en Navidad». Es un frío gélido, de nostalgia y soledad, impuesto por la dura ausencia de los seres queridos… y cuanto más arrecia, más acabo preguntándome: ¿No quedará una generación de niños ‘dickensianos’ en la actualidad, que nos salve de este frío interior?
«Casi todas las historias (de Navidad) se resumen en la suerte de un niño nacido en una novela de Dickens, el niño que conoció la miseria y el miedo, que fue convocado por la fortuna, llegó a tener grandes esperanzas, soberbia, tentaciones, el dinero al alcance de la mano, pero decidió finalmente ser leal, desmentir la inexistencia de la amistad, quedarse en paz con sus recuerdos y sus amores». ('El sueño de un verano' / VV.AA., Espasa, 1998).
En una de esas idas y venidas, había llegado la familia de Madrid, presta a pasar la Noche Buena. Los villancicos resonaban con alegría en los altavoces del equipo de música y la chimenea caldeaba la temperatura ambiente, cuando faltaba apenas una hora para la cena más esperada del año. En el salón entró la abuela con el pequeño Martín en brazos. El niño, con un añito, aun no sabía hablar y empezó a gesticular constantemente requiriendo mi atención. Huelga decir que la lectura se dio por concluida.
Para mi sorpresa, la abuela soltó un suspiro de melancólica tristeza. Supe al instante que en otra época también ella había sido una niña feliz en los brazos de sus padres, a los que observaba ahora, en dos retratos colocados sobre el piano. Pero de los que ya solo nos quedan los recuerdos… hasta que estos se desvanezcan en la memoria y…; entonces me vino al magín la creencia que tenían los egipcios de la muerte terrenal como una interrupción temporal, ya que el ser humano tenía la posibilidad de vivir eternamente. Aun así, la tradición egipcia dice: «Los seres humanos mueren dos veces, una cuando abandona el alma su cuerpo, y otra cuando aquellos que los conocieron en vida les han olvidado».
De repente Martín arrojó a los pies de la abuela el juguete que llevaba entre sus tiernas manos, reclamando su atención. Ella salió de su ensimismamiento. Entonces la melancolía que envuelve estos doce días mágicos (el 25 de diciembre, el mismo día de Navidad, comienzan los doce días de gran celebración que terminan el 6 de enero con la festividad de la Epifanía) se tornó en alegría. La furtiva lágrima se secó en su mejilla, pues vio como en la sonrisa inocente de Martín brillaba el «espíritu de la Navidad».
Pidió soltarse y acudió en pos de los brazos del abuelo. Para entretenerle, empecé a mostrarle, uno tras otro, todos los juguetes que había a su alcance, pero Martín no parecía mostrar interés por ninguno. ¿Qué hacer? –me interrogué desanimado–. Entonces abrí la tapa del piano de pared y no dudé en acompañar al teclado la alegre melodía del villancico que sonaba en los altavoces. Martín aceptó la ocurrencia, moviéndose graciosamente, pero solo duró unos momentos el intento de distracción.
¿Quizá la contemplación del fuego y el atizar la lumbre con el gancho fuera el mejor reclamo –inquirí, en una de esas escasas dotes que un abuelo tiene de cómo saber tratar a su nieto curioso–. Pero Martín esbozó una sonrisa tan efímera como la anterior. Desesperado, estaba dispuesto a recurrir a un método infalible: conectar la TV y buscar un canal de dibujos animados, cuando...
–¡Uh!– exclamó el pequeño, señalando con el dedo índice de su manita el portarretratos que había sobre la repisa de la chimenea. Me quedé mirándole intrigado. ¿Qué podía interesar a un niño el retrato de los difuntos abuelos? Pero mientras pensaba en ello, volvió a exclamar –¡Uh!–
– Mira, Martín, este el abuelo Lorenzo… bueno, mi padre, y en consecuencia tu bisabuelo.
–¡Uh!– volvió a exclamar, pero esta vez señalando a la otra persona que aparecía en el retrato.
– Esta es la bisabuela Ángeles, los dos están brindando con champan en una boda familiar.
Y sin dar muestras de mayor interés, Martín se giró en redondo sobre mis brazos y señaló al otro extremo del salón, donde, sobre el piano, estaban los portarretratos de los padres de mi esposa. Sin dilación acudí con él hasta el lugar señalado… y esperé a otra exclamación de mi nieto. Este me miró con ojos tan dulces y zalameros que me cautivaron, y no pude por menos que preguntarle.
–¿Eso es todo?
–¡Uh!– exclamó de nuevo. Estaba visto que deseaba pasar revista a toda la familia. ¿Para qué? Me dije. Son personas que jamás conocerá, pues hace años que han ido de nuestro lado. Aun así…- Esta es la madre de tu abuela, se llamaba Ignacia. Seguro le hubiera gustado conocerte.
–¡Uh!– insistió con el otro retrato. Era el del bisabuelo Paco. Tampoco está entre nosotros, hace años que… bueno, mejor será que vuelvas a jugar con tu juguete. ¿No? Martín.
En su corto entendimiento no dio muestras de parecer aceptar un «no» como respuesta. En un acto reflejo, dejó de mirar los retratos de sus antepasados y dirigió su dedito hacia las cuatro sillas que estaban dispuesta entorno de la mesa del salón, ante la vajilla y la cubertería reservadas para los días de fiesta. ¿Tendrá hambre, después de tantas explicaciones que no entiende? Faltaba poco para la cena. Sus padres llegarían de un momento a otro y empezaría el ritual de todos los años: sopa de marisco, entremeses, cordero al horno y besugo (a elegir); todo ello regado con buenos vinos de la tierra, hasta llegar a los dulces navideños y el cava.
–¡Uh!– exclamó Martín, que podía ser muy persistente cuando se lo proponía. Esperaba que siguiera con el juego de señalar objetos, ahora que los retratos se habían terminado… pero no. Volvió a señalar con gesto serio hacia las fotografías de mis padres y tuve que retornar a la chimenea. ¿Volver a empezar? ¿No le había quedado lo suficientemente claro? ¡Pues parecía que no! Y luego de explicarle de nuevo quienes eran, insistió con los portarretratos de mis suegros, para, a continuación, señalar las sillas. Este juego absurdo, de repetir una y otra vez las mismas explicaciones, empezó a cansarme y no veía llegado el momento en el que mi hija y mi yerno entraran por la puerta de la calle. Hasta que me interrogue: ¿Querrá decirme algo?
Entonces se me ocurrió que si añadía cuatro sillas más a la mesa se podría calmar su insaciable curiosidad. En efecto, al ver las ocho sillas dispuestas alrededor de la mesa dejó de señalar los retratos. ¡El juego había terminado!
Lo misterioso del suceso vino después. Los abuelos nos sentamos junto a los padres de Martín y este disfrutó de la cena sonriendo feliz desde su trona, a punto de ser vencido por el sueño. Aún así, en sus ojos parecía seguir brillando el «espíritu de la Navidad» y su mirada llenó a todos de alegría. Nada se dijo al respecto y a nadie importó la presencia de las sillas vacía, pero todos tuvimos la extraña sensación de sentirnos acompañados por nuestros queridos ausentes; aquellos que habían muerto una vez… pero tan solo una vez.