La celebración este sábado del corro Ribera contra Montaña (me atrevería a decir que con victoria de la Montaña, aún no se disputó cuando escribo), que siempre se define como «a la antigua usanza», parece buen momento para recordar que este deporte no es solamente la lucha sino la vida, que su historia no es solo la andadura de un deporte sino la historia de las gentes de una provincia. No son estrellas, son molineros o pastores. No son galácticos, son ganaderos que entrenan segando a guadaña. No viven en burbujas, son el vecino de la casa de al lado y el que lleva el pendón.
A través de algunos de sus protagonistas se podría escribir la singular historia del último siglo en la provincia de León, aliñada con un rico anecdotario que nos explica cómo era la vida en cada momento, cómo vivían aquellos leoneses…
¿Se puede uno imaginar hoy que un famoso deportista, luchador en este caso, quisiera demostrar su fuerza y poderío aguantando él solo, por uno de los extremos, el peso de una gran viga con la que se iba a colocar el cumbrial de la iglesia de su pueblo, Acebedo? Podría aceptarse pensando en aquellos tiempos, pero ¿podrías imaginar que su orgullo le llevara a aguantar sin rendirse hasta caer reventado, muerto? No parece probable, pero lo hizo Alejandro, conocido por Jandrón El Forzudo… quizás si no hubiera corrido su fama como la pólvora hubiera aceptado pedir ayuda antes de reventar. Una fama alimentada, por ejemplo, en el hecho de que él solo se atreviera a desafiar en los aluches a todos los presentes en la fiesta de Santiago siempre que le llevaran al corro un garrafón de vino, 16 litros, que levantaba con una sola mano para beber de él.
No todos eran tan tozudos. Los había imaginativos. Ahí tienes a Cleto, el de Lugán, padre de siete hijos luchadores, que inventó una perfecta fórmula de motivación, ajena a los libros de autoayuda o charlas motivacionales. Cleto enviaba a los siete a luchar. Los que ganaban se quedaban en la fiesta del pueblo al que habían acudido, los que perdían regresaban a casa para ordeñar la ganadería y se levantaban por la mañana nuevamente a hacer las faenas diarias. Cuentan las crónicas que los combates entre hermanos eran los más esperados, no hacían la más mínima concesión.
Las profesiones más luchísticas de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX eran, sin duda, molineros y pastores. Dicen que los molineros eran tan buenos porque «hacían muchas horas de entrenamiento diario» ¿En el gimnasio? No en el molino. Cada vez que subían un saco al carro era la más perfecta cadrilada que se podía entrenar. Gerardo, hijo de una de las primeras leyendas de la lucha, Florencio El Molinero de Garrafe, recordaba cómo su padre «cogía sacos de 80 ó 90 kilos y los subía al carro o al tambor de la moledora con la misma facilidad que tu coges una cesta de huevos del nido”.
Siete hijos tuvo Florencio. Los siete molineros. Los siete luchadores. Con una triste anécdota: «Solo un hermano quiso dejar el molino, fue a probar suerte a la mina y se mató en el segundo día de trabajo». Una tan larga saga familiar le permitía a ‘los molineros de Garrafe’ lanzar un reto al alcance de pocos: «El molinero y sus hijos… a todos». Otro de los molineros con anécdota fue Flavio de la Puente, El Molinero del Valle de Mansilla, uno de los últimos del gremio que destacó en los corros. Flavio se hizo famoso, más allá de los corros, al participar en uno de los más famosos concursos de los años 70: ‘El hombre más fuerte de España’, que presentaba la gran estrella de la tele de la época: Alfredo Amestoy.
Flavio quedó segundo y los espectadores recordaron durante muchos años una de las pruebas en las que destacó, partir la guía de teléfonos de Madrid a la mitad, algo que hizo casi ‘sin inmutarse’. Su pasión por los molinos le llevó a hacer la maqueta del suyo a escala. Se lo donó al Museo de los Pueblos de Mansilla de las Mulas y allí puede disfrutarse en las visitas.
No llegaron a la tele pero se cree que tuvieron el más elevado número de espectadores aquellos seleccionados para un corro en el descanso de un partido entre Real Madrid y Athletic de Bilbao en Chamartín. Fue el 23 de noviembre de 1.931, ante 25.000 espectadores y el ‘secreto’ de cómo se produjo esta circunstancia está en el leonés Heliodoro Ruiz, profesor de cutura física en Madrid, hombre de gran influencia que, con el tiempo, sería el monitor del entonces príncipe Juan Carlos.
De la calidad de los pastores habla el recuerdo de Crescencio Escanciano, de Prioro. En un corro Ribera contra Montaña en Riaño los visitantes se iban imponiendo con claridad y el cura decidió ir a la majada a buscar a Crescencio, que se deshizo de todos los ribereños, hasta casi veinte, que buscaban disculpas tan extrañas como que «olía a monte y a sebo».
Eran muy importantes los pastores, tanto que en los inicios del Campeonato Provincial (años 30) se pidió oficialmente que se adelantara el corro a septiembre (se disputaba por San Froilán) para que no hubieran marchado los pastores trashumantes a Extremadura.
No fue menos cruel la guerra civil con la lucha que con la vida. Murieron en ella dos mitos: El Sastrín de Rucayo y Antonio Rodríguez Verduras, El Estudiante de Barrio de Nuestra Señora (ganador del corro de Chamartín); Tino el de Paradilla recibió un tiro en el frente y Sindín el de Ferreras murió joven por las secuelas.
El Sastrín fue paseado. Una muerte tan injusta como injustificable. Juan Antonio era de una de las familias más pobres del pueblo, Rucayo, por lo que acudía a los corros andando por el monte, que conocía como la palma de la mano. Una familia le pidió ayuda para salir hacia Asturias, por miedo, les ayudó y le costó la vida, sin comerlo ni beberlo, nada sabía de política. De Rucayo era también una de las primeras mujeres luchadoras, Cuquis, que no dudaba en agarrarse con los luchadores hombres, como también haría Pilar, hermana de los famosos molineros de Carbajosa.
Rodríguez Verduras era uno de los ‘orgullos’ de la lucha. Luchador de ataque y espectáculo, buen estudiante, como delatan sus apodos: Primero aparecía como El Estudiante, después como El Ingeniero. Murió en el frente.
A Tino le dieron un tiro en el frente, pero su condición de luchador propició una anécdota feliz para él. Estaba en la camilla y una monja le preguntó si era «el luchador de Paradilla», él le dijo que sí, la monja movió su camilla a otra fila y se fue. Se mosqueó el herido pues en la fila que le puso iba mucho más lenta y se lo echó en cara varias semanas después cuando encontró a la monja: «Es que estabas en la fila de cortar la pierna, por eso iba más rápida, se tarda menos en cortar que en salvar una pierna», le explicó. A su regreso Tino, con el apodo de El Cojo o El Mutilado, siguió siendo un campeón pese «a la pata seca», en expresión suya.
Sindín el de Ferreras, Gumersindo Rodríguez, se perdió en una misión con su batallón por los montes. Vagó semanas solo, sin comida, alimentándose de lo que cazaba o frutos silvestres y sufrió una grave neumonía cuyas secuelas le acompañaron de por vida, pasando largas temporadas en la cama pero cuando se recuperaba seguía siendo un excelente luchador, tanto que ganó dos campeonatos provinciales antes de morir muy joven.
Se habló antes del hijo de Florencio fallecido en la mina. No fue el único. Uno de los luchadores con más futuro, Jesús Antonio García, Chuchi de La Ercina, murió en la mina en actitud heroica, entrando a salvar a un compañero aún siendo consciente de que su vida corría mucho peligro, tanto que falleció en su intento de salvar al compañero. Un trofeo, a la nobleza, recuerda la este luchador, tío del conocido presentador de televisión Antonio G. Ferreras.
Hay otro muerto en actitud heroica en la mina; pero si como luchador era recordado como El Desconocido, como héroe, que lo fue, podría ser llamado El Olvidado (de momento).
Como en la vida, hubo leoneses que emigraron a otras luchas. Tres son los más recordados: Flaviano, de Villaobispo; Heraclio Yugueros, de Villarmún y Benedicto Medina, de Valle de las Casas. Los tres se fueron a Madrid (Medina pasó por Asturias) para hacer lucha libre, participaron en las famosas veladas del Price y alguna vez regresaron a León para veladas de lucha libre, por las fiestas de San Juan.
Flaviano luchaba con el apodo de El Tigre Leonés y Medina como El Gorila Leonés, por lo que el del Valle de las Casas en una de las visitas a León aprovechó para ‘retar’ a Flaviano a ver «qué animal leonés era el mejor, el tigre o el gorila». Una lesión impidió saber en qué quedaba el reto ‘animal’.
Y más lejos emigraron otros. Como Cayo, a Francia; y, sobre todo, dos de los hermanos de una saga de luchadores, de Mansilla Mayor. El que se quedó en el pueblo, Liborio, fue uno de los más grandes de este deporte en las primeras décadas del siglo XX, pero también eran luchadores sus hermanos Amando, que se fue de misionero a Cuba, y Segundo, también misionero, pero mucho más lejos, en Alaska, donde llegó a ser diputado en el congreso de los Estados Unidos en representación de los indígenas. Al morir pidió ser enterrado allí.
Amando protagonizó una curiosa anécdota, o algo más. Había sido profesor de un joven Fidel Castro y cuando estaba gravemente enfermo fue a visitarlo. Al salir, vestido de fraile, le abordó toda la prensa internacional y le salió la socarronería leonesa y les dijo: «Fidel ha pedido confesión». No hace falta explicar el lío que se montó y hasta desmentido oficial hubo, no del leonés, claro.
Historias de la lucha leonesa que van mucho más allá de la lucha. Tal vez ése sea el gran secreto de los viejos aluches.