Un montón de ropa

Por José Javier Carrasco

28/09/2024
 Actualizado a 28/09/2024
| ANA CARRERA
| ANA CARRERA

Se levantó como cualquier otra mañana con el canto del gallo. Apartó el brazo de Mariano ceñido a ella y se vistió sentada en el borde de la cama, inmersa en las sombras heladas del cuarto. Pasó a la cocina y encendió el candil. Apartó las arandelas de la chapa y metió dentro del hornillo unas astillas, que al arder iluminaron con más intensidad su rostro adormilado; echó el carbón y colocó de nuevo las arandelas. Cortó unas rebanadas de pan con las que preparar unas sopas de ajo para la comida. Al terminar, fue a la cocina vieja e hizo fuego en el lar. Entró en la patatera y llenó un cesto con patatas. Volvió a la cocina, y sin pelarlas, ya picadas, las volcó en un pote con agua, que colocó sobre la trébede. Mientras se cocían, aprovechó para cocinar las sopas de ajo. Cuando terminó, salió al corral. Había caído la primera nevada del año, aunque no era aún tiempo. La fina capa de nieve desprendía una luminosidad propia, como los ojos de los gatos en la oscuridad. Se puso las madreñas y se llegó hasta la panera. Vertió harina en un cubo y volvió por el pote; cargó con él en una mano y el cubo con la harina en la otra, en dirección a la cochinera. La invadió una bocanada maloliente, estancada, a la que costaba acostumbrarse. Tosió y desocupó en los comederos el contenido del pote con las patatas y parte de la harina, acompañada por los gruñidos ruidosos de los cerdos. Dejó el pote vacío en medio del corral, y se encaminó a la cuadra. Una vaharada cálida la recibió al entrar. Olía mejor. El olor de las boñigas casi le gustaba; además, a ese olor familiar lo mitigaba el aroma dulzón de la hierba del pajar. Vació lo que quedaba del cubo en los pesebres de las vacas y después juntó dos brazadas de heno que repartió encima de la harina. Al salir, la primera luz del día definía los contornos familiares de la casa, colándose desde el corral por la puerta abierta y descubriendo la postura cautelosa de la gata que vigilaba sus movimientos, inmóvil en el interior del pasillo. Pasó ante ella y se dirigió a la habitación donde dormía su marido. Cogió el mantón, se envolvió con él, bebió un tazón caliente de leche y salió en dirección a la iglesia. Dirigió una mirada distraída a la corriente crecida del río, rebosado el cauce y llenas las orillas de maleza. Le llamó la atención un montón de ropa arrebujada en medio de la corriente. Se preguntó cómo, con la necesidad que había de ropa, alguien se deshacía alegremente de ella. Pero tenía la cabeza en otra cosa. Mariano le contó la noche anterior en la cama que el tío Esteban le había preguntado si quería ser el padrino de boda de su hijo mayor, y él no supo o no quiso negarse. Aquel hombre suyo no aprendía a decir no cuando era necesario. Por eso oyó la misa distraída, sin ninguna devoción, repasando sus palabras. Al salir de la iglesia se topó con la mujer del tío Esteban que tenía ganas de charlar. Estaba contenta porque su hijo hubiera encontrado un padrino y quería agradecérselo como si ella tuviera algo que ver. De vuelta las madreñas le impedían avanzar todo lo rápido que le gustaría, una vez logró sacudirse de encima a aquella pelma. Había salido el sol y ahora le sobraba el mantón. Cuando cruzó el puente, miró otra vez el rebullo de ropa. La corriente no la había arrastrado consigo y seguía en el mismo sitio. Quizá con una forca pudiera acercarla a la orilla e intentar aprovechar algo. La estudió con más atención. Entonces vio asomar una pierna de mujer que bailaba a merced del agua como la rama desnuda de un árbol un día de viento. Se santiguó, se quitó las madreñas y corrió a casa a avisar a su marido.

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